domingo, 9 de octubre de 2011

Cuestión de lógica

 Es una mera cuestión de lógica, aún para las mentes más impermeables. El hecho de que en un bar haya una botella rota al lado de una roja brecha en la cabeza de algún individuo con cristales clavados en la piel, posiblemente, y digo sólo que posiblemente, relacione ambos factores en una ecuación lógica y razonable de muy sencillo cálculo.
 Con esta innegable victoria del pensamiento racional bien presente, cuando encontré a mi esposa semidesnuda y jadeante en la cama, y a un hombre sacándose con cuidado un preservativo en el baño de nuestro cuarto, no me quedó más opción que pensar que se habían dado un homenaje en el lecho que habitualmente me gustaba usar para dormir y que, atando cabos, aquel tropezón con el dintel de la puerta no me lo había dado con el hombro, sino con los largos, preciosos y vergonzantes cuernos de reno que me había puesto la santa, y ahora más bien puta, de mi mujer.
 He tenido mucho tiempo para recapacitar desde aquel día y puede que mi reacción entonces no fuese la más correcta o civilizada, pero es que, viendo aquella escena, los tres congelados como en una foto, con sus expresiones de asombro y luego vergüenza con las que se burlaban de los años que llevaba sacrificando mi vida, trabajo y resultante dinero para sacar adelante mi matrimonio, pues supongo que me enfadé de verdad.
 A día de hoy todavía no sé de dónde pude sacar las fuerzas para agarrar a aquel indeseable de las pelotas, arrastrarlo hasta la cama, sacar al Cristo de acero que teníamos en la cabecera, testigo mudo de aquel agravio contra todo lo bueno que creía haber dado y recibido, y hundírselo en la boca, tirándole varios dientes en el proceso por que aún se resistía, hasta que el pico de metal en el que remataba el travesaño principal de la cruz le salió por la nuca. Lo que sí supe, sé y sabré es que ver la sangre de aquel cabrón tiñendo rápidamente las sábanas es la visión más placentera que he tenido ocasión de presenciar, palabra.
 Mi esposa, hasta entonces estupefacta, despertó de repente cuando el calor de su amante le salpicó rojo, y no blanco como era lo habitual durante sus visitas, en la cara. Se puso a gritar como una loca, perdió completamente los papeles, cosa que no debería hacer una mujer madura como ella, y yo, que ya había tenido mi ración recomendada de chillidos castrati al coger al cabrón por uno, sino el más, de los apéndices sensibles de la anatomía masculina, me dejé llevar por el desprecio que su mera presencia me provocaba. Abrí el cajón de mi mesilla, cogí unos calcetines y se los metí hasta la garganta, provocándole arcadas. Después, mientras estaba encima de ella, fui envolviéndola con la ropa de cama y allí la dejé, bien atada y mejor amordazada al lado del otro.
 Al verla en aquella situación, llorando, babeándose, con el cadáver del amante mirando al techo con el Cristo aún clavado como si fuese el propio monte Gólgota, me invadió un cansancio indescriptible. Me senté a los pies de la cama, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en lo que debía hacer a continuación. Para ahorrar más detalles escabrosos y, la verdad, que poco recuerdo del maremágnum de ideas que me rondaba por la cabeza, diré que acabé el cigarrillo y la solución vino sola.
 Abrí el armario y cogí sábanas limpias. Fui a la cocina y busqué la cinta de carrocero. Me cargué el cuerpo del tipo al hombro y me lo llevé de vuelta al baño, allí le extraje el Cristo, lavé la sangre lo mejor que pude, taponé la herida para que dejase de sangrar y lo amortajé con las sábanas y la cinta. Aprovechando que la tenía a mano y así asegurarme de no llevarme sorpresas, me preocupé de fijarle los calcetines a mi mujer a la boca con la cinta, de modo que no pudiese escupirlos y gritar.
 Ya tenía la mitad del trabajo hecho, lo que quedaba era relativamente sencillo. Antes de que todo esto estallase, trabajaba como enterrador en un cementerio no muy lejos de mi casa. Aquella misma mañana había abierto un agujero para meter el cajón de un viejo que se había muerto de un infarto y, como decidí taparlo por la tarde y volver a casa para llevar a mi mujer a comer a algún restaurante porque la notaba algo distante, conseguí dos cosas: descubrir el pastel y un lugar perfecto para hacer desaparecer el cuerpo que se ponía rígido en mi bañera.
 Sin pensármelo dos veces, recogí el bulto que era ahora el malnacido que se tiraba a mi mujer, me acerqué a ella para darle un beso en la frente y decirle que ya hablaríamos cuando volviese y me fui, atrancando primero la puerta de la habitación y cerrando la de la calle con llave, llevándome todas las copias de las mismas. Creo que fue el viaje de cinco pisos en ascensor más largo de mi vida, pero no me vio nadie, suerte que nuestro bloque tenía garaje subterráneo. Cargué al muerto en el maletero y conduje tranquilamente hacia el cementerio. Por desgracia, un gilipollas se había saltado un semáforo en rojo en un cruce y otro gilipollas que le iba a la zaga provocaron un accidente en el que se vieron implicados doce vehículos causando, como luego supe por los periódicos, tres muertos y varios heridos. Aquel contratiempo convertiría un breve paseo de diez minutos en una agonía que se prolongó durante una hora. No importa, pensé.
 Llegué al cementerio y acerqué el coche a la tumba, pero a nadie de los que venían a reverenciar a sus muertos le extrañó por que solíamos llevar así las herramientas. Cuando no había nadie mirando, saqué al desgraciado del maletero y lo tiré sin contemplaciones al agujero. Creo que le escupí. Cogí la pala y cubrí de tierra a los dos, al viejo y al hijo de puta que me los había puesto.
 Satisfecho conmigo mismo conduje de vuelta a casa. Como se había producido aquel choque y no me apetecía volver a tardar tanto, di un pequeño rodeo. Cuando llegué, la puerta de la calle seguía cerrada, naturalmente, y también la de la habitación, pero mi mujer no estaba en la cama. La ventana de nuestro dormitorio estaba abierta y daba a un estrecho patio de luces, pero vivíamos en un quinto piso. Alarmado, corrí a la ventana y me asomé temiendo ver el cuerpo destrozado e mi mujer contra el patio del primer piso. En parte aliviado, en lugar de aquella imagen vi una tabla apoyada contra el alféizar de la ventana del vecino de al lado. La muy cabrona se había desatado, pedido auxilio y aún encima el capullo del vecino le había echado una mano. Seguro que también se la había tirado el muy cabrón.
 La policía me encontró poco después intentando echar abajo la puerta de la casa con un horrible galgo de acero a escala real que una tía suya nos había regalado por Navidad.
 ¿Hice bien?, no lo sé ¿Me excedí?, puede. Mi abogado dice que intentará alegar enajenación mental transitoria o algo así para que me rebajen la pena, pero no es muy optimista, dice que lo hice demasiado bien, como demasiado planeado para que el jurado se lo trague. En todo caso, espero que el juez entienda que yo nunca, nunca le habría hecho daño a mi mujer, nunca, es sólo que, cuando el hijo de puta que se está cepillando a tu mujer es, aún encima, el jefe que te ha cargado a horas extras, que no llegó a pagarme por cierto, para tener vía libre, coño, te cabreas.

2 comentarios:

  1. Jejejejejejeje "coño, te cabreas", el perfecto punto final. ¡Es que es tan real! El Cristo encima de la cama (tiiiipico) y el horrible galgo a tamaño real jajajaja como si lo viese. Hogar 100% español. Con un tapete de encaje encima de la tele y una sevillana de plástico al lado. Tal cual.

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  2. Me ha encantado y me he echado unas buenas risas.

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