miércoles, 19 de octubre de 2011

Diciembre

 Diciembre era el nombre con el que el viejo Julio Sol, un tipo singular con un sentido del humor algo peculiar como podréis comprobar, había bautizado su villa.
 A lo largo de su dilatada vida (algunos comentan que si fuese cierto todo lo que cuenta debería de tener más de cien años, rumor que se hizo tan fuerte que los vecinos llegaron a tachar de falso el certificado de nacimiento que el Tomás, que tiene un hijo juez que trabaja en la capital, trajo a la taberna para que todos supiésemos la verdad) trabajó, siempre según él, de todo: agricultor, leñador, nada más y nada menos que en el Amazonas, herrero, "cuando ver un coche era más raro que un billete de cien pesetas", jardinero, camionero, "hace poco", carnicero, mayordomo... y la lista continúa, tan variada que parece la de un personaje de ficción y tan larga que aburre.
 El viejo Julio (tan viejo que a veces insistía, sobre todo cuando ya llevaba unas cuantas copas de vino, en que era tan viejo que le llamásemos Agosto) era todo un esperpento: calvo como un buitre salvo por el reguero de pelos que le crecían de sien a sien y le caían por la nuca como una cortina apolillada. Unas orejas grandes, oscuras y sobre todo velludas le salían a ambos lados de la cabeza, rivalizando con la obra faraónica que era su nariz, sosteniendo entre las tres unas gafas de pasta marrón y cristales gruesos. Sus ojos azul cielo, enormes y siempre abiertos que más parecían los de un búho, o los de un topo si se quitaba los lentes, miraban con viveza debajo de las techumbres blancas que tenía por cejas. Desdentado, con los labios hundidos y las mejillas chupadas, bien parecía que podría sacar chapas con la mandíbula o arar surcos con el mentón.
 Cuando llegó al pueblo, hace ya diez años, fue directamente al ayuntamiento, mantuvo una entrevista de tres horas con el Gregorio, el alcalde, naturalmente, salieron los dos charlando muy animados y fumando puros de los que guarda el Gregorio para cuando le visitan personajes de la clase política y otros de su misma ralea, y se metieron en casa de Ángel, el notario. Poco después, Julio ya era dueño de la villa que nosotros llamábamos del Patapalo, otro insigne vecino, casi una leyenda, igualmente peculiar que había fallecido varios años antes, y de las tierras de la colina que la rodean, ya que, al haber muerto sin herederos, su patrimonio había pasado a manos de los lobos y estos no tuvieron ningún problema en venderlo.
 Las viejas, especialmente Rosinda y Carmen que no tienen otra cosa que hacer en todo el día que darle a la sinhueso, no daban a basto. Surgieron más rumores de aquellas dos bocas en una semana que noticias en los periódicos en todo el año. Por supuesto, que el aludido no saliese de su recién estrenada casa en varios días no hacía más que suscitar la curiosidad y activar la imaginación de las mentes ociosas del pueblo. Que había pagado el inmueble, las fincas y los emolumentos de Ángel a tocateja era casi seguro, pero las teorías a cerca de la procedencia de ese dinero fueron de lo más variopintas (se llegó al extremo de fantasear con tesoros enterrados, no digo más).
 Mientras los vecinos hablaban, pasaron los días y tres camiones de mudanzas atravesaron el pueblo y se pararon delante de la casa del Patapalo. La de bultos que vimos salir de aquellos camiones, cajas y cajas de cartón, muebles de varios estilos y épocas, sin duda antigüedades, un piano... Aquello fue como una bomba. Pobre Julio, debieron zumbarle tanto los oídos que no sé si dormiría esa noche. Su encierro, lo misterioso de su comportamiento, si es que tiene algo de misterio, y semejante despliegue de medios alarmaron de tal modo a la vecindad que cuando tanto Gregorio como Sebastián, el párroco, estuvieron hasta las narices de escuchar tonterías fueron a verle, con una buena comitiva de bastones y dentaduras postizas detrás, y le citaron a darse a conocer en la plaza mayor durante las fiestas de la vendimia que ya estaban próximas. Aceptó y de que buen agrado, sin sorprenderse ni lo más mínimo por el nutrido grupo de personas que se agolpaban en su porche.
 La noche de la fiesta todo era expectación. La gente no dejaba de murmurar, los menos combatían los nervios bailando y los más comiendo y bebiendo. Los jóvenes, que llevábamos esperando a las fiestas para reencontrarnos con viejos amoríos a los que el trabajo, convenientemente, no nos dejaba ver el resto del año no podíamos hacer nada sin que los ojos vigilantes de los viejos nos censuraran, como si no entendiéramos la gravedad de lo que estaba por suceder. Las horas pasaban y poco a poco la fiesta fue tomando sus derroteros habituales, ya que se pensaba que el extraño vecino no iba a acudir a la cita.
 Al dar las doce en punto, alguien soltó una risa que más parecía un trueno y nos giramos. Nunca olvidaré el silencio con el que se anunció la aparición de Julio en la plaza. Sonriendo de oreja a oreja, con aire augusto y triunfal, no se le había ocurrido otra cosa para presentarse ante un pueblo que le era más bien hostil que cubierto con una toga, atada al modo de los romanos o los griegos, que dejaba al descubierto un pecho esquelético sembrado de pelos blancos y unas piernas flacuchas como alambres, una corona de laurel en la cabeza y un tirso, con piña y todo, en la mano. Ante el asombro general, Julio se fue acercando a uno de los bancos del centro de la plaza, saludando a un lado y a otro como si conociese a todo el mundo. Raúl, el pianista de la orquesta y reconocido bromista, se recuperó de la impresión, se hizo al teclado y se puso a tocar la Marcha Triunfal de Aída. El viejo Sol, lejos de sentirse intimidado por la burla musical, se puso la mano en el pecho, levantó la cabeza hasta que casi se pudo oír el chasquido de los huesos, y midió el paso a las notas hasta que, con el último compás, tomó asiento. Todo un espectáculo. No sé quién empezó a reírse primero, pero viendo toda aquella escena la risa se hizo incontrolable y acabamos todos riendo. Ciertamente no nos reíamos de él, si no con él, digno sucesor de las costumbres del Patapalo como contaban los más veteranos. Según fue avanzando la fiesta descubrimos dos cosas, la primera, que iba así vestido en honor a Dioniso, "que por algo es el dios del vino", y la segunda, para nuestra desgracia, que mientras Julio tuviese fuerzas para estar en la plaza no nos quedaba más remedio que ver como bailaba con todas las chicas, jóvenes y maduras, casadas, solteras o viudas, a las que pudiese echar mano como si de un auténtico sátiro se tratase. Lo cierto era que se había ganado al pueblo entero.
 Con el tiempo fuimos viéndolo cada vez más por la calle, paseando siempre meditabundo, como si le preocupase algo, con los ojos clavados en el suelo y las manos a la espalda, mirando de cuando al cielo y calándose la boina en un gesto que sólo se podía interpretar como una reprimenda a su curiosidad. Más tarde paseaba con los perros que la Jacinta, la esposa de Juanma, el carnicero, no había podido regalar, llevándoselos minutos antes de que los subiesen al coche para llevarlos a la perrera. Nos acostumbramos entonces a escuchar sus gritos llamando por Otoño e Invierno, cosa que le resultaba muy divertida desde que empezaba hasta que acababa el verano y que usaba para tomarnos el pelo a los demás durante las mencionadas estaciones, de modo que no sabías si estaba hablando de los perros o del tiempo (nunca supimos por qué le gustaban tanto los chistes sobre los meses y las estaciones).
 Se hizo asiduo visitante de la casa de Francisco, la única taberna del pueblo, "la única que tiene un vino que me gusta", y allí se le podía encontrar casi todas las tardes dando buena cuenta del queso curado que elaboraba el propio Francisco y de las raciones de callos todos los domingos, a las que no faltaba por nada del mundo. En más de una ocasión usó esta costumbre como disculpa ante las gentes más practicantes del pueblo para explicar que "no puedo ir a misa mientras la mujer de este buen hombre me tiene preparado semejante manjar".
 El viejo Julio era, sin duda, un derroche de simpatía, sabiduría y experiencia a partes iguales. Pero con la llegada del invierno todo cambiaba, se le veía taciturno, ensimismado, casi dejaba de hablar y la sonrisa con la que habitualmente te recibía se apagaba en una leve mueca que casi daba pena. Estos síntomas se agravaban cuando se abrían las puertas de Diciembre, el único mes del año durante el que a penas sí salía, a veces parecía que sólo lo hacía para darle el gusto a los perros de coincidir con sus congéneres. Tenía no obstante una costumbre que tampoco variaba en esta época del año: entraba en la taberna, ocupaba una mesa que había en la esquina más alejada de la puerta y pedía una botella de vino con dos vasos. La primera vez que lo vimos nos pareció otra de sus particularidades, pero era ésta la única en verdad perturbadora. Se sentaba durante horas, rellenando su vaso sin tocar el otro que siempre ponía vacío delante de él, bebiendo hasta que dejaba la botella a la mitad, después se levantaba, pagaba y echando una última mirada a la mesa, se iba sin decir nada. Hubo un día en el que el Sebastián, después de salir de misa, entró y se lo encontró en esa postura, le preguntó primero a Francisco pero, claro, nada sabía, solamente pudo decirle que era costumbre suya hacerlo siempre por aquellos días, así que, extrañado, se acercó a la mesa y le preguntó qué era lo que le pasaba. Yo tuve la fortuna de estar lo suficientemente cerca para escuchar lo que el viejo Julio Sol, aquel 8 de Diciembre, le dijo al cura: "He vivido una vida larga... he vivido más de lo que yo nunca pensé que fuera a vivir y, en consecuencia, cada día lo viví como mejor supe y nunca he tenido una forma mejor de aprovechar el poco tiempo que me quedaba que amar. La mayoría viven pensando que el tiempo que tienen es infinito y lo malgastan como si no valiese nada, lo tiran acumulando riquezas para pasar su inmortalidad, lo tiran luchando por un poder que parece diseñado para arrebatarle el tiempo a otros, lo tiran envidiando, odiando y destruyendo las vidas inmortales de los demás de una u otra manera. Yo lo gasté amando. Amé a muchas mujeres y a muchos hombres, los amé durante años o sólo durante los minutos que estuvieron ante mis ojos, a algunos en carne, a otros en espíritu y a menos de los que me habría gustado en ambas. Amé canciones, libros, casas, calles, voces, brisas, sabores... Amé a mi padre y a mi madre, aunque me lo pusieron difícil, a mis hermanos, a mi esposa y mis hijos. Me amé también y a mis temores, dudas y recelos. Hoy es mi cumpleaños, Sebastián, y lo celebro con todos aquellos a los que en esta vida he amado y ya no están y con aquellos que están pero a los que ya no puedo llegar." Fue la primera y creo que última vez que Sebastián se quedó sin habla. Aquellas palabras causaron una profunda impresión en todos los que pudimos escucharlas y, aquella noche, todos lloramos con Julio cuando se fue.
 Hoy, otro 8 de Diciembre, me gustaría alzar una copa de vino y brindar por todos aquellos a los que hemos amado y ya no están y por aquellos a los que ya no podemos llegar como habría hecho el viejo Sol ya que, como bien dijo, nuestro tiempo aquí acaba agotándose y hoy hay una botella y dos vasos vacíos sobre una mesa a la que nadie se va sentar.
 ¡Salud!

domingo, 9 de octubre de 2011

Cuestión de lógica

 Es una mera cuestión de lógica, aún para las mentes más impermeables. El hecho de que en un bar haya una botella rota al lado de una roja brecha en la cabeza de algún individuo con cristales clavados en la piel, posiblemente, y digo sólo que posiblemente, relacione ambos factores en una ecuación lógica y razonable de muy sencillo cálculo.
 Con esta innegable victoria del pensamiento racional bien presente, cuando encontré a mi esposa semidesnuda y jadeante en la cama, y a un hombre sacándose con cuidado un preservativo en el baño de nuestro cuarto, no me quedó más opción que pensar que se habían dado un homenaje en el lecho que habitualmente me gustaba usar para dormir y que, atando cabos, aquel tropezón con el dintel de la puerta no me lo había dado con el hombro, sino con los largos, preciosos y vergonzantes cuernos de reno que me había puesto la santa, y ahora más bien puta, de mi mujer.
 He tenido mucho tiempo para recapacitar desde aquel día y puede que mi reacción entonces no fuese la más correcta o civilizada, pero es que, viendo aquella escena, los tres congelados como en una foto, con sus expresiones de asombro y luego vergüenza con las que se burlaban de los años que llevaba sacrificando mi vida, trabajo y resultante dinero para sacar adelante mi matrimonio, pues supongo que me enfadé de verdad.
 A día de hoy todavía no sé de dónde pude sacar las fuerzas para agarrar a aquel indeseable de las pelotas, arrastrarlo hasta la cama, sacar al Cristo de acero que teníamos en la cabecera, testigo mudo de aquel agravio contra todo lo bueno que creía haber dado y recibido, y hundírselo en la boca, tirándole varios dientes en el proceso por que aún se resistía, hasta que el pico de metal en el que remataba el travesaño principal de la cruz le salió por la nuca. Lo que sí supe, sé y sabré es que ver la sangre de aquel cabrón tiñendo rápidamente las sábanas es la visión más placentera que he tenido ocasión de presenciar, palabra.
 Mi esposa, hasta entonces estupefacta, despertó de repente cuando el calor de su amante le salpicó rojo, y no blanco como era lo habitual durante sus visitas, en la cara. Se puso a gritar como una loca, perdió completamente los papeles, cosa que no debería hacer una mujer madura como ella, y yo, que ya había tenido mi ración recomendada de chillidos castrati al coger al cabrón por uno, sino el más, de los apéndices sensibles de la anatomía masculina, me dejé llevar por el desprecio que su mera presencia me provocaba. Abrí el cajón de mi mesilla, cogí unos calcetines y se los metí hasta la garganta, provocándole arcadas. Después, mientras estaba encima de ella, fui envolviéndola con la ropa de cama y allí la dejé, bien atada y mejor amordazada al lado del otro.
 Al verla en aquella situación, llorando, babeándose, con el cadáver del amante mirando al techo con el Cristo aún clavado como si fuese el propio monte Gólgota, me invadió un cansancio indescriptible. Me senté a los pies de la cama, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en lo que debía hacer a continuación. Para ahorrar más detalles escabrosos y, la verdad, que poco recuerdo del maremágnum de ideas que me rondaba por la cabeza, diré que acabé el cigarrillo y la solución vino sola.
 Abrí el armario y cogí sábanas limpias. Fui a la cocina y busqué la cinta de carrocero. Me cargué el cuerpo del tipo al hombro y me lo llevé de vuelta al baño, allí le extraje el Cristo, lavé la sangre lo mejor que pude, taponé la herida para que dejase de sangrar y lo amortajé con las sábanas y la cinta. Aprovechando que la tenía a mano y así asegurarme de no llevarme sorpresas, me preocupé de fijarle los calcetines a mi mujer a la boca con la cinta, de modo que no pudiese escupirlos y gritar.
 Ya tenía la mitad del trabajo hecho, lo que quedaba era relativamente sencillo. Antes de que todo esto estallase, trabajaba como enterrador en un cementerio no muy lejos de mi casa. Aquella misma mañana había abierto un agujero para meter el cajón de un viejo que se había muerto de un infarto y, como decidí taparlo por la tarde y volver a casa para llevar a mi mujer a comer a algún restaurante porque la notaba algo distante, conseguí dos cosas: descubrir el pastel y un lugar perfecto para hacer desaparecer el cuerpo que se ponía rígido en mi bañera.
 Sin pensármelo dos veces, recogí el bulto que era ahora el malnacido que se tiraba a mi mujer, me acerqué a ella para darle un beso en la frente y decirle que ya hablaríamos cuando volviese y me fui, atrancando primero la puerta de la habitación y cerrando la de la calle con llave, llevándome todas las copias de las mismas. Creo que fue el viaje de cinco pisos en ascensor más largo de mi vida, pero no me vio nadie, suerte que nuestro bloque tenía garaje subterráneo. Cargué al muerto en el maletero y conduje tranquilamente hacia el cementerio. Por desgracia, un gilipollas se había saltado un semáforo en rojo en un cruce y otro gilipollas que le iba a la zaga provocaron un accidente en el que se vieron implicados doce vehículos causando, como luego supe por los periódicos, tres muertos y varios heridos. Aquel contratiempo convertiría un breve paseo de diez minutos en una agonía que se prolongó durante una hora. No importa, pensé.
 Llegué al cementerio y acerqué el coche a la tumba, pero a nadie de los que venían a reverenciar a sus muertos le extrañó por que solíamos llevar así las herramientas. Cuando no había nadie mirando, saqué al desgraciado del maletero y lo tiré sin contemplaciones al agujero. Creo que le escupí. Cogí la pala y cubrí de tierra a los dos, al viejo y al hijo de puta que me los había puesto.
 Satisfecho conmigo mismo conduje de vuelta a casa. Como se había producido aquel choque y no me apetecía volver a tardar tanto, di un pequeño rodeo. Cuando llegué, la puerta de la calle seguía cerrada, naturalmente, y también la de la habitación, pero mi mujer no estaba en la cama. La ventana de nuestro dormitorio estaba abierta y daba a un estrecho patio de luces, pero vivíamos en un quinto piso. Alarmado, corrí a la ventana y me asomé temiendo ver el cuerpo destrozado e mi mujer contra el patio del primer piso. En parte aliviado, en lugar de aquella imagen vi una tabla apoyada contra el alféizar de la ventana del vecino de al lado. La muy cabrona se había desatado, pedido auxilio y aún encima el capullo del vecino le había echado una mano. Seguro que también se la había tirado el muy cabrón.
 La policía me encontró poco después intentando echar abajo la puerta de la casa con un horrible galgo de acero a escala real que una tía suya nos había regalado por Navidad.
 ¿Hice bien?, no lo sé ¿Me excedí?, puede. Mi abogado dice que intentará alegar enajenación mental transitoria o algo así para que me rebajen la pena, pero no es muy optimista, dice que lo hice demasiado bien, como demasiado planeado para que el jurado se lo trague. En todo caso, espero que el juez entienda que yo nunca, nunca le habría hecho daño a mi mujer, nunca, es sólo que, cuando el hijo de puta que se está cepillando a tu mujer es, aún encima, el jefe que te ha cargado a horas extras, que no llegó a pagarme por cierto, para tener vía libre, coño, te cabreas.

martes, 4 de octubre de 2011

En la boca del lobo - Capítulo 2


"Y no le compadecerás; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie." Deuteronomio 19:21

-¡Eh, tú, pedazo de mierda!- aunque gritó con todas sus fuerzas, la música estaba tan alta que podía no haberle escuchado-. ¡¡Te estoy hablando a ti, gilipollas!!
-¿Qué coño quieres?- preguntó el hombre sin girarse y sin alzar la voz, como si hablase con el vaso que tenía delante.
-¡¡Te estoy hablando!!- aulló, dándole una patada al taburete en el que se sentaba el otro, tirando ambos al suelo-. ¡Levántate, cabrón, levántate!
- Me cago en la puta...- alzó la cabeza y vio a los tres gorilas mirándole desde arriba. Alrededor de los cuatro se había formado un círculo que alejaba la marea humana que aún bailaba, casi por completo ajena a ellos, al ritmo de aquella taladradora de tímpanos que no callaba nunca-. Esto era completamente innecesario, amigo.
-¡Cabrón de mierda!- dijo el matón, agachándose para agarrar al hombre por las solapas de la cazadora y levantarlo a pulso en una demostración más de fuerza bruta-. ¿¡Es que estás sordo!?
- No- dijo lacónico- te he oído la primera vez, eres tú el que no usa bastones para los oídos.
-¿Es este tarado, Jimmy?- le preguntó a alguien a sus espaldas sin apartar los ojos de lo que sostenía.
- Sí, James- respondió uno de los brutos que lo acompañaban echándose una mano a la nariz, que aún seguía sangrando bajo los improvisados vendajes de papel higiénico y esparadrapo-, este es el hijo de puta que me ha roto la nariz.
-¿Estás seguro?- inquirió incrédulo.
- Sí- contestó el hombre con una sonrisa, inclinando la cabeza para mirar la cara enrojecida del herido-, yo le arreglé la cara a tu amigo Jimmy, y gratis además. Cualquier otro le habría cobrado por tan necesaria cirugía, ¿no te parece?
- Te ha tocado el premio gordo, colega- dijo James rechinando los dientes-. Cuando terminemos contigo no van a saber...
-¡Cállate de una puta vez y dame!- exclamó el desconocido de repente, interrumpiéndole. James quedó perplejo durante unos instantes, pero la rabia volvió a sus ojos en seguida y descargó sobre la cara del hombre un puñetazo que lo proyectó contra la barra, haciéndole chocar contra ella con tal violencia que la hizo temblar en una avalancha de vasos-. A que no era tan difícil...- murmuró, echándose la mano a los labios y mirando en ella la sangre que recogía.
 -¡Vamos, arriba, vamos!- gritaba el matón, alzando los puños como un púgil-. ¡Te voy a partir la cara, maricón!
 - Que poco respeto...- negó con la cabeza mientras se levantaba-. ¿Sabe tu madre que te dedicas a ir llamándole eso a la gente como si fuese un insulto?- preguntó distraído, absorto en la tarea de sacudirse el abrigo con cuidado de no cortarse con los cristales que le habían caído encima-. Perdón, a lo mejor a tu madre no, pero seguro que a tu padre no le haría ninguna gracia.
 -¡¡Te voy a reventar!!- echó el puño hacia atrás y lo lanzó contra el hombre. Antes de que los nudillos encontrasen su objetivo, el desconocido se hizo a un lado y le abofeteó la mejilla en un mismo movimiento.
 - Venga, James, cuando no me movía lo sabías hacer muy bien- sorprendido por segunda vez, el joven tardó un momento en ordenar sus pensamientos y ponerse de nuevo en guardia. Volvió a intentar golpear aquella cara y nuevamente lo esquivó y le abofeteó, lo intentó una vez más y el resultado fue el mismo. Una furia que no podía contener afloró a las mejillas del bruto y se abalanzó sobre el extraño, que en ese momento le cogió de las muñecas, deteniéndolo-. Así no, James- el hombre hundió sus dedos en la carne que tenía entre ellos, el matón dejó escapar un gemido de dolor y aflojó los puños. Con un repentino tirón, el desconocido giró y abrió los brazos y James cayó de rodillas en el suelo, aullando de dolor, mirando con angustia el ángulo en el que le habían doblado los suyos-. Así, se hace así.
 -¡¡Cabrón!!- el otro montón de músculos se echó hacia delante con los puños preparados, en un segundo ya estaba encima de ellos. El hombre soltó los brazos de James, que se quedó postrado por el dolor, y con ambas manos apartó el puño de su atacante, propinándole un fuerte cabezazo en la nariz cuando la inercia lo acercó a él-. ¡¡Mi nariz, me ha roto la puta nariz!!- gritó al caer, echándose las manos a la cara, con la sangre manando entre los dedos.
 - Sí... dos narices seguidas- jadeó el extraño, frotándose la frente-, debe ser... mi día de suerte, muchachos.
 -¡¡Te mataré!!- Jimmy, que hasta entonces se había quedado quieto, saltó por encima del segundo matón y embistió como un animal. Con todo su peso en aquella carga, arrolló al hombre y ambos fueron a dar contra la barra, golpeando la espalda del otro contra ella. El hombre forcejeó para sacárselo de encima en vano, Jimmy lo tenía bien agarrado y al momento la emprendió a rodillazos con su estómago-. ¡¡Jódete, jódete, jódete!!- repetía con cada ir y venir de la pierna. El desconocido consiguió colar un brazo entre los del gorila y le cogió la nariz con el pulgar y el índice, apretando el tabique nasal. Jimmy soltó un alarido que se pudo escuchar por encima de la música y se quedó quieto, cerrando los puños en torno a aquella mano que lo torturaba.
 - Control... de la ira...- tosió con la mano en el estómago-, te hace falta, Jimmy- se echó hacia adelante, alejándose de la barra, y apretó aún más la pinza de sus dedos, las piernas del joven fallaron y cayó al suelo junto a su compañero, ambos con las narices destrozadas.
 Entre tanto, James, que se había recuperado, cogió un taburete con ambas manos, estrellándolo contra los hombros del extraño, haciendo que diese varias zancadas hacia adelante para no perder el equilibrio.
 -¡Te voy a dejar nuevo, colega!- rió triunfante, persiguiendo a la aturdida figura para volver a golpearla. Como si fuese un bate, lo puso detrás de la nuca y trazó amplio arco. El hombre se agachó y el taburete pasó por encima de su cabeza. Se alzó de un salto y, antes de que el joven pudiese reaccionar, le propinó un fuerte puñetazo en el vientre, robándole el aliento, y otro en la mejilla, echándolo hacia atrás.
 - Ahora me has cabreado- dijo y metió la mano en el bolsillo del gabán, extrayendo una pequeña barra rematada en una esfera metálica que, con un golpe seco, se mostró en su verdadera longitud con un sonido que hizo estremecerse a los que pudieron oírlo-. Vas a cagar dientes durante un mes, chico- en ese momento se dieron cuenta de que la música ya no sonaba.
 - Espera un momento, Conan, ya está bien, suelta la extensible ahora mismo- dijo una voz femenina a las espaldas del hombre, que notó una presión y algo frío posado contra su nuca-. ¿Es que no me has oído?- la presión se hizo un poco más acuciante y obedeció-. Bien, ya habéis causado suficiente alboroto por hoy, quiero que os vayáis todos de mi maldito local y que no volváis en vuestra puta vida, ¿entendido?- los chicos se levantaron y se fueron como pudieron, pero el hombre se giró lentamente y sus ojos se encontraron con los zafiros de la que le hablaba. Una melena rubia caía sobre sus hombros blancos, rectos y fuertes, casi masculinos. En su cara afilada, de duras y frías facciones como las de una estatua, no se leía nada más que desprecio. Pero un brillo de reconocimiento se hizo en aquellos ojos profundamente verdes, surcándolos como un rayo y los labios de rojo se abrieron en una mueca de asombro-. No puede ser...- dijo con un hilo de voz, apartando la pistola de la cara del hombre sólo para volver a posársela contra la frente, dibujando un rictus de ira-. Tienes unos huevos que no te deben de caber en los calzoncillos para montarme este espectáculo.
 - Katyu...
 -¡No te atrevas!- gritó ella, interrumpiéndole-, ¡no te atrevas a llamarme así, bastardo asqueroso!
 - Está bien- dijo con una sonrisa, levantando las manos-. Está bien. Hola, Yekaterina.
 -¿¡Hola!?- empujó al hombre con fuerza sin bajar el arma-. Después de cinco años sin saber nada de ti vienes aquí, me jodes el negocio, te dejan hecho una mierda, te pongo una puta pistola en la puta cara, ¿¡y todo lo que se te ocurre decirme, jodido gilipollas, es hola!?
 - Te echaba menos.
 -¡Veta al Infierno!- exclamó. Durante unos segundos se quedó mirando aquellos ojos y aquella sonrisa surcada de sangre. Dio un sonoro suspiro y dejó de encañonarle-. ¡Tolya!
 -¡Da!- respondieron desde alguna parte del local, ya vacío.
 -¡Echa a todos los que aún se estén metiendo en el baño y echa el cierre!
 -¡Bien!
 - Nos vamos- dijo con voz cansada-, hay que ponerte algo en ese labio.
 - Katyusha, yo...
 - No, te he dicho que no me llames así- respondió sin mirarle-. Aún no.
 - Necesitaba hablar contigo...- dijo él con un tono que era casi de súplica-. Los estoy buscando...
 -¡Joder, Lawrence, cierra la puta boca!- chilló-. Tú... sólo... no digas nada hasta que lleguemos a casa- se alejó a pasos firmes y elegantes, con el vestido negro casi lamiendo el suelo pero sin llegar a tocarlo, dando la impresión de que en realidad sus pies tampoco llegaban a hacerlo.
 -¡Lawrence!- le llamó otra voz, esta vez masculina, alejando su atención de las curvas de la mujer. Se giró  y no pudo apartarse a tiempo de la trayectoria de un puño que se precipitó contra su cara con una fuerza que a punto estuvo de romperle la mandíbula. Cuando el mundo volvió a su posición original y las luces dejaron de danzar ante él, alzó la cabeza y lo vio. Un titán de dos metros de altura, con una espalda y unos brazos que no desmerecerían los de Atlas, embutido en un traje negro con una corbata que en su ancho pecho se veía ridícula. Sobre sus ojos azules y claros como el hielo, lucía una cabellera pelirroja.
 - Vaya- tosió dolorido-, Mijail, siempre es un placer que me rompas la cara...
 - Debería arrancarte la lengua y hacértela tragar- respondió, abriendo y cerrando el puño.
 - Seguro que así mejoraba mi ruso.
 -!Hijo de...¡- lanzó una de sus enormes manos al hombro de Lawrence, que ni siquiera hizo un intento de defenderse, levantando la otra ya cerrada con el pensamiento de hundírsela en el cráneo si se veía capaz, pero con visible esfuerzo se contuvo-. Eres un estúpido, tenías que haberte quedado en tu agujero y pudrirte en él.
 - Llevo haciéndolo demasiado tiempo, Mijail- respondió, posando una mano en la que aún le agarraba el hombro-, ya era hora de volver.
 El gigante se quedó mirándolo con la misma expresión que Yekaterina y al cabo lo soltó con un bufido cansado.
  - Ya lo veremos, Lawrence, ya lo veremos.

lunes, 3 de octubre de 2011

Yo, Vampiro


 No es fácil ser un vampiro. Nunca lo ha sido y nunca lo será, menos aún cuando eres búlgaro y tus orificios nasales se unen en un sólo agujero en el maldito centro de la nariz, o casi peor, uno de esos polacos que de repente se levantan de la tumba y se ponen a comer kilos y kilos de pescado como si no hubiese un mañana.
 Cierto es que hemos vivido tiempos realmente duros, antes de que el pensamiento Ilustrado debilitase finalmente la fuerza de las supersticiones en la vida cotidiana y la literatura y el cine, maravillosas artes ambas, relegasen nuestra existencia a la pura ficción, la gente tenía costumbres realmente desagradables para evitar que te levantases de la tumba. Volviendo a lo horribles que pueden llegar a ser los búlgaros, no es que tenga nada en su contra, pero es que realmente se pasaban, tenían la malsana costumbre de cortarte extremedidades o los tendones de los pies para que no pudieses salir de tu bien cavada tumba o, si lo conseguías, que anduvieses lisiado por el resto de tus días. No menos bárbara era la costumbre de los gitanos de clavarte agujas de acero en el corazón y rodear tu sepulcro de plantas espinosas. Aunque conste que la manía de los griegos de bañarte en agua hirviendo para después incinerarte tampoco se queda atrás en salvajismo, y especial mención merece el delicioso sadismo de los alemanes que se te venían encima para clavarte una estaca en la boca.
 Además de todo lo mencionado anteriormente, está la fragilidad e ignorancia de los propios seres humanos, un buen ejemplo de la primera es la crisis alimentaria que desató la Peste Negra que asoló Europa, todos sufrimos bastante en aquellos años, y de la segunda sólo tengo que recordar aquella pequeña villa española en la que me asenté y que tuve que abandonar durante siglos, sí, amigos míos, siglos, por culpa de los sabuesos de la Inquisición y su paranoia religiosa.
 Hoy en día, sin embargo, tampoco tenemos las cosas mucho mejor. Por desgracia, el ser humano es un animal más bien simple, y cuando le coge miedo a algo que no podía entender en el pasado, aún teniendo explicaciones lógicas, factibles y perfectamente razonables en la mano, prefiere volver a pasar miedo y pensar que todo lo que sabe no deben de ser más que mentiras en favor de cuentos de viejas. Por supuesto, no es nuestro caso, los vampiros existimos, pero ya va siendo hora de que se pierda ese extraño interés en nosotros y se nos ponga a la altura de, qué se yo, los hombres lobo, que hace tiempo que nadie los busca.
 Por otro lado, y esto es culpa de la televisión y de los libros, todo sea dicho, los humanos tenéis la cabeza llena de pájaros y pensáis que cuando se es un vampiro todo son ventajas. Los cuentos de la literatura romántica os tienen sorbido el seso y se nota. Que si amores más allá del tiempo, que si cuerpos bellos y perfectos, la consabida inmortalidad, poderes sobrenaturales, elegancia felina y un sinfín de estupideces más que no puedo mencionar por que, la verdad, me da vergüenza. La última ocurrencia que habéis tenido es tan ridícula que casi me da asco pensar en ella. Para empezar, sí, inmortalidad, está muy bien decirlo así, pero, ¿a que nunca os habíais parado a pensar en un número inagotable de años teniendo que dormir en un ataúd, levantándoos al anochecer sólo para ir a buscar algo que echaros a la boca y después volver al mismo cajón, si es que queda un cajón al que volver y no un montón de madera podrida que cada vez que te estiras se te clava en todas partes hasta que acabas durmiendo contra la jodida tierra que se vuelve barro cuando llueve y cosas aún peores, a que no? Pues bien, eso, personalmente, tampoco me lo esperaba, pero es lo que hay. Poderes sobrenaturales, bueno, pues también está muy bien llamarle así a que tus huesos se vuelvan de una materia parecida a la gelatina y poder pasar por agujeros pequeños, pero para los que no somos polacos, más que un poder sobrenatural nos parece un estrago no atajado de la descomposición o algo semejante, y a lo de la lengua puntiaguda mejor no darle nombre. No es que seamos más rápidos, es que vosotros os tropezáis con vuestros propios pies al andar, tampoco es que seamos mucho más fuertes, es que un poco de ejercicio, así por lo general, no os vendría nada mal. Ni magia, ni transformaciones, ni nada que se le parezca, lo más, colmillos, por fortuna habéis acertado en algo y tenemos colmillos para poder romper la piel, llegar a los vasos sanguíneos y beber. En ocasiones he podido ver alguna película a través de la ventana de alguna casa y reírme sólo con los vampiros que muerden cuellos y no se manchan, realidades en las que las personas tienen graves problemas de exceso de hierro en la sangre y ésta debe brotar como si fuese chocolate, quedando todo limpio y reluciente como si hubiese pasado un simple mosquito ya que no se desperdicia ni una gota. También es verdad, por extraño que os parezca, que podemos tener sexo y hasta hijos, pero, en fin, yo no es que haya sido alguna vez el típico Adonis y eso que he vivido bajo la tiranía de varios cánones de belleza, que yo recuerde, los cadáveres hinchados y llenos de sangre, flacuchos cuando ésta se va escurriendo por la boca y otros orificios, no voy a entrar en más detalles, pálidos, con las uñas largas y llenas de suciedad y el pelo en unas condiciones similares (¿recordáis lo de dormir en el ataúd y toda esa mierda?, pues eso), no atrae ni a los hombres ni a las mujeres y, sinceramente, no creo poder hacerme cargo de un hijo en mi estado.
 Hablando de todo un poco, me gustaría añadir que el ajo, por lo menos en mi opinión, es un alimento muy saludable, ni me asquea, ni me derrito cuando lo toco, ni tampoco exploto, no me miréis así que son ideas vuestras, no me invento nada. La religión... cuando llevas un día muerto y levantas la cabeza por primera vez, lo que es la concepción de Dios y esas cosas, como que pierden todo su significado y te lo trae un poco al pairo. Las corrientes de agua pues, además de estar bien para sacarte un poco la porquería que acumulas, eran un lugar estupendo para encontrar a algún incauto a primeras horas de la noche, pero después contaminasteis los ríos y os cargasteis el invento. Si, tengo sombra, sí, también me reflejo en los espejos, aunque preferiría no hacerlo, la verdad.
 Lo más seguro es que a estas alturas os preguntéis por qué volvemos a la vida o quién fue el primero. A la primera pregunta sólo puedo decir que a mí me dieron una estupenda sepultura, siguiendo todos y cada uno de los ritos funerarios adecuados; muertes prematuras, considero que lo son todas; no era ni el séptimo ni el duodécimo de mis hermanos, todos ellos varones; ninguna marca extraña que me acompañe a día de hoy, ni siquiera nací en Sábado Santo o con la cabeza envuelta en parte de la placenta, mucho menos tragarme algo de ella, tampoco creo que me hayan maldecido por haber sido mala persona. A mí me mordieron y me desangraron hasta la muerte, concretamente, lo hizo el panadero, al que había mordido y desangrado su mujer, a la que había mordido y desangrado un vampiro que estaba de paso buscando una nueva tumba en la que quedarse. Un desastre, un soberano desastre. A la segunda pregunta he de decir que no lo sé ni sé si hay alguien que lo sepa, si lo hubo, creo a pies juntillas que ya no se encuentra entre nosotros, lo habréis matado en uno de vuestros raptos genocidas.
 A lo que viene todo esto, lo que llevo intentando decir todo este tiempo es que ser vampiro, de verdad, es una pesadilla, un aburrimiento, una maldición de marca mayor que no le deseo ni a mi peor enemigo. No os esforcéis tanto en querer alcanzar la vida eterna, por favor, y disfrutad de la que ya tenéis, por que, en mi experiencia, las alternativas son bastante, bastante malas.
Por lo demás, con que os olvidéis de nosotros, basta. Que tengáis buena noche y arropaos bien, me gusta veros bien empaquetados y listos para destapar y morder, llamadme exquisito.



Ah!, una cosa más, no sé por qué os sorprendéis tanto, hace mucho que nosotros sabemos lo que le pasaba por la cabeza a los de las sotanas. Allá atrás los sacerdotes hacían cabalgar a muchachos vírgenes sobre caballos vírgenes por los cementerios en busca de vampiros. Era una excusa muy pobre, igual que la de tener monaguillos, pero no pretendo juzgar a nadie y además es otra historia.