domingo, 18 de septiembre de 2011

Sombra


 -¿Por qué no te mueres?- inquirió con cierto cansancio.
- Vamos, vamos, muchachote, no te montes un drama a estas alturas- respondió dando una calada al cigarrillo que el otro había dejado en el cenicero.
- Estoy harto de ti- le espetó-. Eres desagradable a los cinco sentidos.
- Uf, eso ha herido profundamente mi amor propio, sobre todo viniendo de ti, amigo mío- sonrió.
- Se me agota la paciencia…
- Escucha, yo tampoco quiero estar aquí aguantando tu mierda, ¿sabes? Puedes regodearte en tu mediocridad en compañía de otro, pero por alguna extraña razón siempre acabas llamándome a mí…
- ¡Por favor, otra vez no!- exclamó, echándose las manos a la cabeza, tirándose con fuerza del pelo.
- Eres un fracaso: tienes un trabajo de mierda, una cochiquera por casa, no consigues encontrar una mujer que corresponda a tu amor como dices merecerte, eres esencialmente un fracasado y un pésimo ser humano- enunció y dio un trago al whisky-. Por cierto, la hipocresía te sienta fatal.
- Y tú eres todo un ganador, ¿verdad?- enarcó una ceja, esbozando una triste sonrisa.
-¿Cómo si no iba a estar dándote esta charla una y otra vez?- sonrió a su vez-. La hipocresía tampoco me sienta bien.
- Te estrangularía ahora mismo…
- Improbable de todo grado…- respondió de inmediato, encendiendo un cigarrillo con el que tenía entre los dedos antes de apagarlo-. En realidad, te encanta mi compañía. Además, me echarías de menos.
-¿Por qué siempre tienes que venir a machacarme?- le preguntó a punto de llorar-. No sabes cómo espero el día en el que pueda echarte de menos.
- No me hagas reír, siempre estaré aquí cuando me necesites.
-¿Qué es lo que quieres esta vez?- sollozó.
- Quiero desaparecer de tu mierda de vida, ¿me oyes?- dijo agarrándole la barbilla para levantarle la cara-. Ya estoy más que harto de que no sepas comportarte como un hombre.  
-¡Pues vete de una puta vez!- gritó dando un puñetazo en la mesa.
-¡Qué más quisiera!- se carcajeó retirando la mano y reclinándose en la silla-. Pero lo que tienes que entender es que, por mucho que me lo digas, no me lo acabo de creer, o lo que es peor, no tienes lo que hay que tener para convencerte a ti mismo. 
- Nadie te pidió que vinieses...
- Ya no sabes ni lo que dices- murmuró, negando con la cabeza-. Estás borracho otra vez, dentro de poco no vas a poder tenerte en pie sin una botella bajo el brazo.
- Hijo de puta- gruñía apretando los dientes con lágrimas en los ojos, clava la mirada en algún punto de su pantalón-. No voy a dejar que sigas haciéndome esto, ¿¡me oyes!?
- Patético- se echó a reír de nuevo, robando el último trago de whisky que quedaba en el vaso-, sinceramente patético...
-¡Ya basta!- sollozó-, por favor, ya basta.
- Ni siquiera suplicando suenas convincente- le escupió con desprecio.
Un destello de odio y rabia cruzaron por los ojos del hombre. Con el cuerpo temblando por la tensión, agarró el vaso vacío y lo lanzó contra la cara sonriente del otro. El vidrio atravesó el humo que desprendían los cigarrillos moribundos del cenicero y sin más se estrelló contra la pared, al otro lado de la cocina. Suspiró, miró a su alrededor y volvió a sentarse. Se había ido. Por esa noche ya había sido suficiente, todo lo que restaba ahora era borrar el recuerdo de su visita y anestesiar la promesa de las siguientes con el licor que aún quedaba en la botella.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Ciudadano

 Ciudadano, eres vil y maligno, por eso tengo que castigarte. Por favor, no grites, no llores, no te defiendas, no te alces en contra de los hombres que pago para garantizar tu seguridad y que lanzo a tu yugular. Ciudadano, lo hago por tu bien, es sólo que tú no eres capaz de verlo, pues eres corrupto. Nos crees en mi, me agredes con tus palabras, te manifiestas contra mis medidas, ofendes a los que aplauden mis palabras y se conforman con que los guíe, sustentando así mi autoridad. ¿Esperas que me quede de brazos cruzados mientras nos haces eso? ¿A nosotros? ¿A mí, a mí que tanto he trabajado por mantenerte en el buen camino? Eres un mal hijo, ciudadano, por eso te lleno el cuerpo de cardenales.
 Espero que algún día aprendas de tus errores y te vuelvas sumiso, manso, manejable. Ese día, ya verás, con el tiempo, que todo lo que hago, lo hago por ti, y que siempre, siempre, siempre tengo razón.                                                                                          

Firmado: El Estado.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Una vez más

Una vez más, cuando más lo necesitaba, el tren me trae a París. Excitado por las promesas que me susurra de nuevo, esta vez no puedo rendirme del todo a sus encantos. Derrotado, exhausto, enfermo y ahora a punto de nacer, no puedo evitar compararla contigo.

En la noche de boulevares infinitos en los que se esconden las palabras ya escritas por poetas muertos, dejo de prestarles atención y encuentro tus ojos, mirándome con la misma intensidad que imaginé en ellos un día.

Recorro en soledad las duras vigas de hierro que componen la obra de Eiffel y, de repente, el frío del metal se derrite, dejando paso a la suavidad y el candor que recordaré de tu piel. De tu piel de terracota.

Escapo hacia el Sena, pero aunque buceo con todas mis fuerzas en sus aguas, en lugar de perderte, encuentro en su lento fluir las curvas de tu rostro. Tus labios, que aún anhelo besar, perfilándose en las ondas de la corriente.

Caigo rendido entonces ante las viejas y nuevas tumbas que adornan Montparnasse. Grito tu nombre a los muertos que las habitan desde hace siglos, algunos inquilinos aún estrenando caja, y ellos me responden, acariciando los árboles con el aliento de la ciudad en la que duermen, que hoy no estás, que puede que nunca llegues a estarlo otra vez, pero que conserve tu imagen, el sonido de tus suspiros y el olor de tus cabellos. Como verás, tienen un gran sentido del humor. Y yo debo tenerlo también. Siempre me gustaron los consejos de aquellos que se fueron.

Eché de menos lo que no conocía, soñé con tus besos, tus caricias y tus miradas. Y ahora que las conozco, que las he apartado de mí, no puedo hacer otra cosa que darme cuenta de lo estúpido que soy al haberme permitido hacerlo.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Despreciable enemigo

Aún no te conozco y ya te odio.
Cuando estoy despierto siento tu kilométrica mirada recorriendo palmo a palmo los rincones de mi anatomía, eligiendo con cuidado. Cuando duermo, sueño con tus labios hinchados, agrietados y amoratados, cortados a la mitad por una especie de herida carnosa que no sangra, solo se hunde en tu cara de pasillos llenos de puertas, camillas y batas blancas.
Casi puedo imaginar cómo será tenerte cerca. Oler tu aliento, hálito de aromas dulzones, de pus e infección incontrolable.
¡Oh, coño, pero cuánto te odio!
Te alimentarás de mí, jodido bastardo. Ya puedo verte, escondido entre los pliegues de mi cuerpo. Ya puedo sentirte creciendo desde el interior, expandiéndote sin freno. Destruyendo las formas, las ideas y los órganos a tu paso. Reventando la piel, sajando los espacios que dejan los músculos que empujas, hasta asomarte para que palpe tus asquerosas cabezas.
Aquí te espero, cabrón. No puedo ni quiero huir de ti, pero no esperes sumisión, pienso borrarte a golpes esa sonrisa con la que me acechas, combatirte hasta que no me queden fuerzas ni siquiera para maldecirte. El único consuelo que me queda es que, pase lo pase, al final te llevaré conmigo a donde sea que me mandes.

domingo, 4 de septiembre de 2011

La Reunión

[Dedicado a esos dos con los que compartía mis horas nocturnas en las cafeterías de Coruña]


Caminaba solo, como de costumbre.
Daba grandes zancadas pero sus pasos eran lentos y pesados, más parecía un barco zarandeado por una tormenta en medio del océano que un hombre subiendo una cuesta.
Cuando al fin hizo cima dio un fuerte soplido y se echó las manos a los bolsillos de la gabardina. Se quedó quieto un momento, como si estudiase los alrededores. Soltó un bufido de aprobación y sacó una lata de tabaco y una pipa.
- Muy bien...- musitó mientras su aliento volaba en nubes blancas- Ya estamos aquí- y miró una vez más en torno suyo.
Había llegado a una plaza de suelo empedrado, rodeada por pequeñas casas de uno o dos pisos y coronada por una anciana iglesia reumática. La sombra del campanario parecía más larga de lo que recordaba, devorando metro tras metro de la luz azulada que lo teñía todo. Su glotonería la llevaba a lamer las puertas de los achaparrados enanos que lo miraban desde el otro lado, llevando consigo aquel agujero luminoso a modo de ojo en medio de su imaginaria cabeza.
El hombre carraspeó, juntando y apretujando mecánicamente el tabaco dentro de la cazuela de madera, ignorando el frío omnipresente de la escena. La noche, ya enterrada en las tripas de Noviembre, realmente tiritaba con un viento escarchado que tocaba los cristales y los manchaba de blanco. El hombre carraspeó una vez más, encendió un fósforo, prendió la pipa y se apoyó contra una esquina.
- Ah, sí...- dijo con voz ronca, exhalando el humo caliente. En ese momento casi le pareció una buena idea haber gastado un poco de buen whisky para quemar el interior de la cazuela. Casi.
Mordió la boquilla de la pipa y se llevó en los dedos algunas gotas de rocío que su respiración dejaba en el espeso bigote. Por un momento sintió el dolor del relámpago que lo llevaba acompañando varios años, restallando en la mitad de su espalda, bajando por la cadera y el muslo hasta la rodilla. Hundió los nudillos en la zona con una mueca y abandonó su refugio, llevándose hacia el centro de la plaza.
Las suelas levantaban ecos a su alrededor y se dio cuenta, en aquel sonido estéril, del otoño, casi muerto por el invierno, que lo rodeaba. El peso de sus muchos años, de los muchos kilómetros andados, de las muchas cajetillas de tabaco aplastadas, de las muchas botellas desteñidas hasta hacerlas transparentes, cayeron de repente sobre él. El aire se escapó de sus pulmones como si le hubiesen dado un puñetazo,  y le pareció que no iba a ser capaz de hacerlo volver. Se detuvo un momento y se echó la mano al pecho. Intentó tranquilizarse, respirando profundamente, hasta que poco a poco, el frío serenó aquella ansiedad y se sintió aliviado.
- No tienes nada... es sólo tu imaginación, sólo tu imaginación- se repetía una y otra vez en voz baja y luego en su cabeza.
-¿Cómo es posible que aún lleves esa boina?- preguntó una voz masculina, tan liviana y calmada como recordaba.
-¿Es que me reconocerías sin ella?- un hombre enjuto, con una bufanda guardando su garganta y un sombrero cubriendo una calva surcada de manchas de vejez, tapaba la luz que dejaba pasar la boca del campanario. Bajo su gabán se adivinaba una gruesa camisa gris y un chaleco. De su hombro, gastada por el uso, colgaba una bandolera de cuero. Entre los dedos, índice, anular y pulgar manchados de amarillo, humeaba un cigarrillo recién liado
-¿Llevas mucho tiempo esperando?- carraspeó y esbozó una leve sonrisa.
- El justo y necesario- se levantó y lo estrechó entre sus brazos unos largos segundos-. Te veo estupendamente, ¿te tratan bien en los agujeros en los que te metes?
- Si, bien... como siempre- asintió.
- No esperaba que llegaseis tan pronto- se unió otra voz, esta vez femenina, que se aproximaba rápidamente-. ¿No he tardado mucho, verdad?
- Todo lo contrario- dijo el viejo de la pipa, ambos girándose para esperarla. La mujer, con sus labios, rodeados de arrugas y pintados de rojo, y una blancura de nieve en la piel, parecía una fotografía en movimiento. Un jersey de lana de aspecto pesado la protegía del frío, pero sus piernas debían sufrirlo con dureza allí a donde la falda no llegaba pese a las medias. Entre sus dedos reposaba un puro a medio consumir de un inequívoco aroma a café-. Me alegro mucho de veros, se os echaba de menos.
- Lo mismo digo- sonrió el primer anciano, el otro también sonrió y asintió con energía.
-¿A quién le tocaba traer la llave?- preguntó el hombre del cigarrillo.
- Me tocaba a mí- respondió la mujer con una chispa en los ojos mientras rebuscaba en el bolso y extraía una llave de hierro algo oxidada.
- Bueno, pues vamos entonces- sentenció el viejo de la pipa, pasando los brazos por los hombros de los otros dos y se aproximaron a una de las pequeñas casas, justo enfrente a la iglesia.
Entraron sin ceremonias y encendieron la luz. Poco a poco, la casa empezó a tomar vida y un trío de risas, en especial una de ellas, más estruendosa, resonaron en la plaza. El humo se elevó desde la chimenea con calma y un olor a café recién hecho, cerveza y una fina sensación de bourbon inundaron la escena.
Por la mañana, un niño que se había despertado asustado por el ruido y las risas les oyó despedirse. Somnoliento, los miró con curiosidad mientras hablaban, los tres abrazándose con cariño. En torno a aquellas personas, el pequeño creía ver escenas contadas por aquellos ojos, aquellas arrugas, aquellas manos de aspecto frágil, igual que en un libro de colorear. Se quedó dormido un instante y, cuando su cabeza se echaba hacia adelante, abrió los ojos y los extraños ancianos ya se habían ido.