jueves, 25 de agosto de 2011

En la boca del lobo - Capítulo 1


"Así es que aquel siervo [esclavo] que, habiendo conocido la voluntad de su amo, no obstante, ni puso en orden las cosas, ni se portó conforme quería su señor, recibirá muchos azotes." Lucas 12:47

 - Es una lástima- dijo el hombre desde el escritorio en el que se sentaba-. En serio, una verdadera lástima.
 -¿Me vas a decir ahora que te doy pena?- respondió el otro, atado a una silla, con voz débil, tan rota como el resto de su cuerpo.
 - Que te hayas desmayado ha sido una lástima, ya lo creo que sí- respondió, cogiendo un cigarrillo y encendiéndolo-. Además de una falta de respeto por tu parte, Lawrence, no sabes apreciar un buen trabajo artesanal- dio una profunda calada y se echó las manos a los hombros con una mueca de dolor, haciendo crujir los huesos-. Tengo la espalda destrozada por culpa de tipos como tú, en serio, la espalda llena de nudos, mi quiropráctico está forrado, ¿te has parado a pensar en lo que sufre mis pobres músculos al estar ahí agachado jodiéndote las rodillas con un picahielos y una lima?
 - Tienes razón, Max, soy un puto cabrón insensible- no abrió los ojos por miedo a ver lo que le había hecho. En su cabeza creyó que por fortuna ya no quedaba sitio para más dolor, entonces intentó mover las piernas.
 - Y que lo digas, Lawrence, y que lo digas- suspiró cansado, observando el montón de herramientas ensangrentadas que tenía a su lado-. Yo que tú no intentaría moverme mucho, en serio, creo que hice un trabajo de primera- sonrió complacido-, esta vez van a tener que hacer algo mejor que coserte para verte otra vez por ahí dando por culo. No, creo que ahora vas a tener que dejarte la pasta en el puto protesista.
 - Eres un hijo de la grandísima puta- murmuró, recostando la cabeza sobre el respaldo de la silla. La sangre se arremolinó en su cráneo y una deliciosa sensación de mareo se lo llevó durante unos segundos hasta que se hizo insoportable, obligándole a regresar al mundo.
 -!Ah!, te las buscas tú solito- dejó el escritorio y caminó hasta el sillón al otro lado, dejándose caer en él con un sonoro bufido de alivio-. Nunca he entendido tu insistencia, Lawrence, en serio, eres un buen tipo, pero deberías aprender a dejar las cosas tal y como están.
 -¿Por qué no me matáis de una puta vez?- abrió los ojos, casi cegados por la sangre que caía sobre ellos, y los clavó en los de su torturador-. Es más barata una bala en la cabeza que toda esta mierda sado.
 - Verás- comenzó, reclinándose en el sillón para poner los pies encima del escritorio, permitiéndose otra calada antes de continuar-, porque no les gustas, Lawrence. No les gusta tu jeta, no les gusta tu voz y, lo más importante, no les gusta una mierda que andes metiendo las narices en donde no te llaman. Si algún descerebrado matón de tres al cuarto te metiese una bala en esa cabezota que tienes se sentirían profundamente decepcionados, en serio, así que, con la esperanza de que aprendas, te mandan aquí conmigo a ver si adquieres un poco de cordura- apagó el cigarrillo y cogió otros dos-. ¿Te apetece uno?
 - Por favor...
 - Además, está lo de la chica- encendió los pitillos y puso uno en los labios del prisionero-. Tampoco les gustó lo de la chica, no les gustó nada de nada. Les cabreó un huevo. No sé en qué cojones estabas pensando, pero la cagaste a base de bien.
 - Layla- la ceniza caía sobre su regazo lentamente, no es que le importase, pero guiado por ella acabó bajando la mirada y vio lo que quedaba de sus rodillas. La carne roída y desgarrada por el picahielos y las tenazas, astillado el hueso hasta el tuétano y luego limado hasta hacerlo desaparecer casi por completo. No había nada reconocible en aquella amalgama roja y blanca. Max tenía razón, esta vez estaba jodido de verdad-. Layla...
 - Sí, así se llama, sí- afirmaba con la cabeza mientras regresaba al sillón-. No es mi estilo de chica, pero no se puede decir que tengas mal gusto con las mujeres, otra cosa es la suerte que tienes al elegirlas.
 -¿Qué habéis hecho con ella?- deseó no estar atado, deseó tener una barra de hierro entre las manos y la fuerza necesaria para abrir la cabeza del hombre que tenía ante él.
 - Sabes que yo no trabajo con mujeres- contestó, levantando las manos y cerrando los ojos en un gesto de indiferencia-. Un umbral del dolor demasiado alto y unas implicaciones morales demasiado pesadas para mí. ¡Joder, Lawrence, que yo también tengo madre y esposa!, no puedo torturar a las madres y esposas de otros.
 - Estás loco- exhausto, apenas pudo escupir la colilla lo bastante lejos como para que no le cayese encima-, necesitas ayuda, Max.
 - Voy al psicólogo tres veces por semana, Lawrence, en serio- se levantó, paseando los dedos por la mesa hasta hacerlos chocar contra la cabeza de un martillo-, pero no vale de nada. Pero eso le hace feliz, tanto como a mi quiropráctico.
 -¿!Dónde está, que vais a hacerle, monstruos¡?- aulló de dolor al revolverse en la silla, de pronto se sintió débil, tanto que hasta le costó volver a tomar aire.
 - Tranquilízate, te va a dar un derrame si sigues acumulando tanto estrés- cruzó la sala y salió del campo de visión de su juguete. Desde donde estaba, el prisionero escuchó un tintineo y un golpe metálico, seco y duro contra el suelo. Segundos después vio pasar ante sus ojos una mascarilla y la goma se ciñó alrededor de su cabeza, empezó a serenarse cuando el oxígeno llegó a través del tubo-. Así está mejor, ¿te costaba respirar, verdad?, llevas muchas horas en esa posición, es normal que tengas alguna dificultad- volvió al escritorio y cogió el martillo junto a otro cigarrillo que inmediatamente incendió-. Y por ella, por ella no te preocupes demasiado, está más cerca de lo que crees- sonrió.
 - No sabe nada, Max, dejad que se vaya- las lágrimas llenaron sus ojos, limpiando la sangre que  los cubría. Desfallecía, el cerebro pareció hacerse más grande que el hueso que lo contenía y estuvo a punto de vomitar. De repente, todo se descontroló.
 - No, no, no, no- se apresuró a socorrerlo-. Tienes que relajarte, Lawrence, en serio, si entras en shock tendré que llevarte a un servicio de urgencias cualquiera y abandonarte allí.
 -¿Dónde, dónde...?- pudo preguntar entre las convulsiones.
 -¿Ves?, a esta clase de obstinación me refería- dijo mientras abría un botiquín colgado de la pared tras el escritorio, sacando de él una jeringuilla y un pequeño vial de líquido trasparente-. Espera un segundo y procura estarte quieto, puede que notes un ligero pinchazo- sonrió al clavarle la aguja en el hombro, empujando el émbolo poco a poco. Para el prisionero, aquel líquido parecía fuego entrando en su torrente sanguíneo y una presión dolorosa le hizo ponerse en tensión-. Ya está, en unos minutos o te encuentras mejor o nos vamos de excursión. Descansa un poco, en serio, te hará bien.
 - La... Lay...
 - Sí, Layla, no hace falta que me lo repitas, Lawrence, puede que me falle el pulso, pero sigo teniendo un buen oído- tiró la jeringuilla a la papelera y se apoyó al lado del espejo que dominaba la estancia, devolviendo oscuridad a las sombras, tétricas y horribles, que lo consumían todo-. De todas formas, ¿estás seguro de que quieres verla?, en tu estado no podrás hacer gran cosa.
 - Disfrutas con esto... ¿verdad... cabrón sádico?- dijo con un hilo de voz.
 - Todo lo contrario- aferró el martillo con fuerza y rompió el espejo con un golpe seco. La superficie se agrietó y con un segundo golpe se desprendieron grandes trozos que brillaron en la caída hasta estrellarse contra el suelo. Un agujero apareció en la pared, revelando una habitación al otro lado del espejo. Allí estaba ella, también atada a una silla, amordazada, con los ojos hinchados por las lágrimas y la náusea de la tela aprisionando la lengua-. ¡Et voilà!
 -!Layla¡- se intentó liberar de sus ataduras y un dolor indescriptible lo redujo a la nada. Inmóvil, sintió cómo el dolor remitía y era poco a poco substituido por un frío profundo, inmenso. Ella trató de escapar, pero también le fallaban las fuerzas; como él, llevaba demasiadas horas atrapada.
 - Ha estado ahí todo el rato- bostezó Max, dejando el martillo y cambiándolo por el picahielos-, mirando. Seguro que ha sido bastante entretenido y sobre todo instructivo, en serio, no sabes lo útil que le resultaría a algún matasanos el verme trabajar. Parece mentira que a alguno le hayan aprobado anatomía- retiró los pedazos de espejo que aún permanecían pegados al marco y se sentó en él, pasando las piernas al otro lado para entrar en la habitación contigua. Los prisioneros intercambiaron miradas de angustia, ignorado por completo los movimientos de su torturador.
 - Deja que se vaya... por favor- suplicó con desesperación, apretando los dientes hasta casi hacer sangrar las encías.
 - Me temo que eso no va a ser posible y lo sabes- contestó el otro, situándose detrás de Layla y poniéndole la mano en el hombro-. Se ve que ha sufrido mucho la pobre viéndolo todo, me pregunto si se desmayó como tú, Lawrence- descargó el puño cerrado alrededor del picahielos en el otro hombro. Ella se giró al sentir el peso del golpe y se sacudió en la silla al ver la punta de acero, intentando sacarse ambas cosas de encima-. Fueron muy específicos con lo que debía hacer con ella una vez acabase contigo, Lawrence, y pese a mis quejas y todo, no me dejaron opción, en serio. Son los que mandan, no permiten que nadie les lleve la contraria, por eso estamos todos aquí.
 - Por favor...- dijo, las lágrimas cayendo por sus mejillas al comprender lo que iba a pasar.
 - Muy claros, en serio, Layla- le ignoró y hundió los dedos en el hombro de la mujer hasta que la hizo doblarse de dolor-. Me dijeron, "Max, cuando lo haya visto todo, ya no necesitará ver nada más"- de repente, enterró el picahielos en el ojo derecho de la prisionera. El grito, aún enmudecido por la mordaza, recorrió la habitación como un trueno. Antes de que Lawrence pudiese reaccionar, el carnicero ya había extraído el picahielos y sajado el ojo izquierdo-. Ya está hecho- murmuró Max, alejándose de ella con la expresión de quien ha matado a un perro rabioso.
 La espalda de Layla formaba arcos contra el respaldo de la silla, retorciéndose, doblándose, saltando y chillando dentro de sus ataduras y su bozal. Sollozaba, impotente, devorada por el dolor. De las cuencas oculares manaba profusa la sangre, formando rápidos ríos que se deslizaban por la cara, empapaban el trapo de la boca y continuaban hacia abajo, hasta caer al suelo. Max la miraba, con el picahielos goteante aún en la mano, sintiendo la necesidad urgente de otro cigarrillo. Tal era la violencia de sus espasmos, que la mujer acabó derrumbando la silla y cayó, moviéndose en el piso como un pez ahogándose. El sonido de la madera chocando contra el suelo liberó a Lawrence del horror, permitiéndole gritar a pleno pulmón hasta que una tos, seca, dura, se lo impidió.
 -¡¡Te mataré, te juro que te mataré hijo de puta!!- aulló el hombre, tosiendo y llorando, casi ahogándose.
 - Esto tampoco ha sido plato de buen gusto para mí, Lawrence, en serio- dio un respingo y soltó el picahielos como si de repente le quemase en la mano-. En serio, no tenía más opción que hacerlo- dio otro respingo y salió de la pequeña habitación del mismo modo en el que había entrado. Se quedó de pie delante del escritorio y cogió el tan deseado cigarrillo. Layla seguía gritando dentro de la mordaza.
 -¡Hijos de puta, malnacidos, os mataré, os mataré!- fuera de sí, ya casi no sentía todo lo que le había hecho.
 - Por favor, Lawrence, ya hemos acabado, no me pongas esto más difícil de lo que ya es- dijo, abriendo el botiquín y extrayendo una nueva jeringuilla llena de un fluido amarillento-. Con esto te sentirás mejor- le dio unos golpes con el dedo mientras empujaba ligeramente el émbolo para extraer el aire del interior y le inyectó-. Mucho mejor, te lo aseguro.
 - Te buscaré, Max, y los buscaré a ellos- gruñó, sintiendo como las pocas energías que le quedaban se escapaban rápidamente sin que pudiese hacer nada. Los músculos se relajaron casi por completo, apenas podía mantener los ojos abiertos-. Te juro... te juro...
 - Lo sé, Lawrence, lo sé, en serio- se limitó a responder el torturador, acariciándole la cabeza-. Puede que acabes encontrándome, pero a ellos, a ellos no creo que los encuentres nunca y aunque lo hagas, no podrás tocarles ni un pelo. Todo ha sido inútil, Lawrence, todo lo que has sufrido, lo que ha sufrido esa pobre mujer, todo inútil.
 Max asió una navaja del escritorio y cortó las cuerdas que sostenían al prisionero. Éste cayó a plomo en el suelo, arrancándose la máscara de oxígeno de la cara en el proceso. Se agachó a recogerlo y lo levantó con visible esfuerzo hasta sentarlo de nuevo. Ya se alejaba cuando notó los brazos del hombre cerrándose alrededor de su cintura, y un dolor punzante en la base del cuello le hizo gritar cuando le hundió los dientes en la carne. Quiso desembarazarse de él, pero no podía luchar contra el peso que lo arrastraba hacia abajo y con el fuego que le nublaba la vista. Finalmente, Max, que forcejeaba con una bestia que ya no le iba a dejar escapar, perdió pie al pisar la máscara de plástico y resbaló. Ambos cayeron, golpeando el escritorio que volcó, arrojando todo lo que en él reposaba.
 -¡Quítate de encima, cabrón!- ladró Max mientras le daba puñetazos al animal en la sien. Su cuerpo se estremeció por completo cuando Lawrence cerró con más fuerza y tiró hacia fuera, arrancándole un pedazo de carne. Alzándose sobre él, el prisionero hundió el índice y el pulgar de una mano en los ojos del otro.
 -¡Que te jodan!- gritando, el torturador le echó las manos al brazo y a la cara, tratando de alejarlo. Mientras luchaban, la mano libre de Lawrence topó con algo frío y duro, lo cogió sin ni siquiera mirarlo y golpeó con ello la boca de su enemigo. El martillo destrozó varias piezas dentales en la bajada y Max volvió a sentir lo que era el dolor. Una y otra vez, el martillo se estrelló contra la cara del monstruo hasta que dejó de moverse. Sudando, jadeante por el esfuerzo, Lawrence se echó a un lado. Se dejó caer justo al lado de Max y le miró. Su cara era un reguero de cardenales que lo guiaban hacia la línea sanguinolenta en la que había convertido las encías-. Ahora también vas a tener que dejarte la puta pasta en un dentista, cabrón.
 -¡Lawrence!- exclamó de repente la voz de Layla-. ¡Lawrence, por el amor de Dios, Lawrence!
 - Layla, cariño, estoy aquí.
 -¡Oh, Dios, Lawrence, me ha dejado ciega, me ha dejado ciega!- sollozó, aterrada.
 - Lo sé, mi amor, lo sé- dijo, intentando incorporarse. No sentía las piernas y, viendo el estado de sus rodillas, prefería que así fuese-. No te preocupes, voy a soltarte.
 - Lawrence- la voz le temblaba por el intenso dolor, el miedo y la congoja-, ¿qué nos ha hecho?
 - Lo superaremos, cielo, ahora voy- se arrastró, cargando con el peso muerto de las piernas. Resoplando, usó el escritorio para trepar y se encaramó al marco vacío que había dejado el espejo. Alzó los ojos y vio una puerta en la que no había reparado antes, ahora abierta, a un lado de la habitación. Miró hacia Layla y se encontró con los ojos de dos hombres que la flanqueaban-. Oh, no... mierda, no.
 -¿Qué pasa, Lawrence, qué pasa?
 - No pasa nada, cielo, no pasa na...- no pudo terminar la frase cuando la culata de un revólver le impactó en la cara, casi rompiéndole la nariz y dejándole sin sentido.
  -¡Lawrence, Lawrence!- gritó Layla cuando escuchó el sonido del choque y el cuerpo del hombre regresando al piso. Chilló pero pronto le ataron de nuevo la mordaza. En ese momento supo que nunca saldrían de allí.
  

jueves, 11 de agosto de 2011

Tahúr

Me gano la vida sangrando a los desgraciados que se sientan a una mesa de juego y se olvidan de todo lo que saben, de lo que son y de lo que les rodea. A los que reducen el mundo a las cartas que les ponen delante, acuciados por una voluntad irrefrenable de jugar, suceda lo que suceda.
Para este trabajo no hay nada como la baraja francesa. Es mi talismán, mi fetiche, pero lo cierto es que sus formas y colores resultan, de alguna forma, hipnóticos, como si los naipes tuviesen en efecto la capacidad de pegarte a la silla y hacerte seguir adelante, siempre adelante sin importar lo que pierdas o lo que ganes. Picas, corazones, tréboles y diamantes. Le rouge et le noir en una combinación exquisita que muchos conocen, algunos aprecian y muy pocos realmente comprenden.
Lo bueno del oficio es que, una vez aprendes a buscar, nunca te faltan lugares u ocasiones en las que barajar. Sólo tienes que poner atención, es en donde más suena el deslizar de las cartas que habitan la desesperación y la avaricia que persigues. Lo malo es que por muy hábil que seas, por mucha suerte que creas tener, siempre encontrarás a alguien con más habilidad, mejor suerte y perderás. El secreto es no dejarte llevar, no convertirte en lo que comes.
Pero no es fácil.
Hay partidas que no se pueden ganar y eso es algo que tuve que aprender a golpes. Todo empezó cuando entró en escena, con esos ojos como agujeros negros que engullían la habitación. Tenía que haberme levantado, salido de allí y, una vez me hubiese perdido de vista, corrido como alma que lleva el Diablo. No recuerdo que perdiese una sola mano aquella noche, pero sé que me dejó sin blanca. Bebimos a su cuenta, como no podía ser de otra forma, hasta que nos retiramos a su casa, tropezándonos con la gente que se acababa de levantar. De aquella primera mesa le acompañé a muchas otras, sintiéndome, poco a poco, como un premio más que había ganado o, peor aún, como una pequeña mascota que llevaba consigo para entretenerse.
Un día, mientras dormía, me escapé de su abrazo y salí de nuevo. No me costó encontrar el olor del tabaco y el sudor que acompaña a los movimientos de las cartas. Volví a sentir lo que era ser la mano que guía el juego, a ser libre de su presencia y ganar. Regresé triunfante antes de que se despertase y me deslicé a su lado sin que se diese cuenta o eso creí.
Al principio no lo noté, pero las cosas empeoraron cada vez más y deprisa. Las discusiones eran más frecuentes y violentas, nos arrastrábamos mutuamente a la compañía de otros sólo para no escucharnos, hasta que finalmente empezó a perder y yo no dejé de hacerlo. Por mi parte, sin querer ver lo que pasaba, seguí escabulléndome cuando él ya no podía más y se derrumbaba como sin vida sobre la cama, disfrutando al máximo de aquellas horas en las que recuperaba mis ánimos, mi antiguo ser.
Volvía de una de mis galopadas y ya cerraba la puerta cuando sentí aquella mirada suya taladrándome la nuca desde el pasillo. No me atreví a girarme. El corazón me dio un vuelco cuando me agarró del brazo y me arrojó fuera, arrancándome las llaves sin ni siquiera detenerse un segundo a mirarme, dejándome allí, inmóvil, entre la sorpresa y el terror. Lo sabía, y lo más terrible era que siempre lo había sabido, no había podido engañarle. Una náusea me sacudió y la bilis subió por la garganta. Me tiré contra la puerta golpeando la madera con todas mis fuerzas, llorando, suplicándole que me dejase entrar, que me perdonase, que le amaba y muchas otras cosas que ya no quiero recordar. Pasé toda la noche esperando al lado de aquella puerta, pero no la abrió nunca más. Prefiero no saber cuántas veces le llamé en los días que siguieron por que en ningún momento contestó.
Después de aquello, tardé bastante tiempo en ponerme de nuevo tras el rastro de una presa. Cada vez que escuchaba el sonido de los naipes reptando de una mano a otra me echaba a llorar, pues parecía que lo único que sabía hacer ahora era humillarme a sus pies y que todo lo demás se había quedado en el camino. Sin embargo, a penas consciente de ello, me senté en una mesa, repartieron y gané. Con el tiempo, todo volvió a la normalidad aunque, con más frecuencia de la que hoy puedo admitir, los recuerdos me hacían beber más de la cuenta.
Volví a verle, por supuesto, en uno de los antros que frecuentábamos. La verdad es que observándole, tan confiado y sereno, parecía que no había nada ni nadie capaz de derrotarlo. Me uní a la partida. No nos saludamos. Perdí la primera mano, después una segunda y una tercera. Apostaba sin pensar, no miraba las cartas, sólo apostaba. Empezó a sonreír y yo aparté los ojos de él por primera vez. Fui yo quien acabó llevándose todo cuanto se había puesto en juego. La partida acabó, y mientras los demás se lamentaban de su mala estrella, él intentó hablar conmigo, pero no quise escucharle.
De la Tour lo sabía, las cartas más importantes son los ases y su tahúr usó el de diamantes para ganar. La baraja francesa es la mejor para este trabajo, está hecha para depositar en ella tu vida entera y jugarla a una única mano, pero no puedes pretender ganar cuando de la tuya un tahúr cualquiera ha robado el as de corazones.