sábado, 9 de julio de 2011

En un mundo muy distinto al nuestro

Es un mundo muy distinto al nuestro, es un mundo en el que los políticos han perdido el poder para actuar sin consultar primero con el capital privado; es un mundo en el que las grandes industrias se aprovechan del miedo de las personas, llegando a manipular gobiernos e instituciones con tal de alimentar tal sentimiento, para vender sus productos; es un mundo en el que la Justicia ha recuperado la vista y desarrollado un increíble apetito por los talonarios abultados; es un mundo en el que se libran guerras por oro negro que lo tiñe todo de rojo; es un mundo en el que el hundimiento financiero de los especuladores que juegan con el valor de todo bien conocido arrastra al resto de la sociedad, sólo para ver cómo los primeros salen aún más ricos y el resto aún más pobres.
Como decía, es un mundo muy, muy distinto al nuestro, pero pese a sus peculiaridades en él aún existen mentes preclaras que, en el momento adecuado, supieron ver un problema real, un gravísimo asunto que les afectaba a todos por igual y por el que era justo y necesario ponerse en pie, salir a la calle y protestar: los fumadores.
Los fumadores, desconocidos en nuestro mundo hasta hace bien poco, son extrañas personas que, desatendiendo los consejos sanitarios para una vida larga y plena, abrazan a un dios engalanado de blanco y ámbar (aunque también se presenta en gasas blancas) al que curiosamente bautizaron con el nombre de tabaco.
Siglos atrás, los fumadores, como suele ocurrir en este mundo tan diferente al nuestro, eran un colectivo muy pequeño cuya vomitiva doctrina estaba reservada únicamente a unos pocos. Pero poco a poco, sus malsanas costumbres fueron atrapando a más y más seguidores. Desde los salones de la realeza y la burguesía, el tabaco echó raíces que crecieron hasta alcanzar a todas las clases sociales. Y así prosiguió con el envenenamiento progresivo de la sociedad, adaptándose y evolucionando con los cambios que en ella se producían. Los fumadores conservaron así su forma de vida, implantando el tabaco como símbolo de distinción o aristocracia, y cuando éstos dejaron de serles útiles, tomaron otros tan variados como la virilidad o la inteligencia.
Todo esto formaba parte de un laborioso plan trazado por los primeros fumadores y que las empresas tabacaleras se encargaron de ejecutar. Los Estados estaban satisfechos con los impuestos recaudados con la venta de la ponzoña, las tabacaleras no dejaban de obtener beneficios y los fumadores de todo el mundo quemaban entre sus labios cigarrillos de alguna de las muchas marcas que se ofertaban.
El engaño resistió mucho mejor el paso del tiempo que algunos imperios. Sin embargo, esta pantomima únicamente se apoyaba en el desconocimiento, o más bien en la sibilina ignorancia, de los efectos nocivos que tenían los productos químicos con los que se adulteraban las hojas de tabaco sobre la salud. Finalmente, a modo de partisanos, se elevaron las voces de médicos, estudiosos y no fumadores que cuestionaban las costumbres impuestas por los adeptos y las mentiras que llevaban escupiendo desde su aparición.
Poco o nada pudieron hacer los fumadores para contener esta ola de verdad que barría sus posiciones. Los médicos prohibieron fumar a los enfermos, las autoridades sanitarias descubrían cada vez más patologías relacionadas con el consumo de tabaco y, quizá lo más importante, los Estados empezaron a pensar que lo recaudado con el gravamen no era suficiente. El cerco siguió cerrándose.
Un tiempo después, las tornas cambiaron. Los fumadores fueron acosados de la misma forma en la que ellos abusaron de los no fumadores. Las tabacaleras empezaron a verse amenazadas por el creciente número de denuncias de fumadores reformados. Los gobiernos promulgaron leyes que prohibían fumar en estancias oficiales y más tarde en cualquier espacio público. Los no fumadores conformaron comunidades de las que los fumadores estaban completamente excluidos y algunas empresas, en sabia iniciativa, dejaron de contratar a fumadores.
Por su parte, demonizadas sus costumbres, empujados al ostracismo en las calles, los fumadores a penas pudieron reaccionar cuando en las cajetillas, paquetes y tambores de tabaco empezaron a verse los primeros mensajes amenazantes y las fotos de las supuestas víctimas del veneno.
Este mundo, tan distinto al nuestro, sin duda ha dado un paso de gigante hacia la felicidad, pero aún les queda lo más difícil: prohibir por completo el tabaco. Algo que ni siquiera nosotros nos atrevemos a hacer.

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