viernes, 29 de julio de 2011

!Sonríe, estás muerto! - Bienvenidos

[NOTA: brevísimo prólogo de un proyecto que hace tiempo que me ronda la sesera y que tengo pensado retomar cuando ese par de relatillos demoníacos estén listos. Espero que os guste.]



En la oscuridad del teatro las sombras más tenebrosas que son el telón se retiran lentamente. El público guarda silencio.
La impenetrable noche se aclara y un único haz de luz ilumina el entarimado bajando desde el infinito que se eleva sobre él. En el centro del círculo luminoso se puede ver un pedestal de inspiración griega sobre el que descansa, en un cojín del más rojo terciopelo, un pelado cráneo tan blanco como el alabastro que lo sostiene.
Todo sigue en silencio.
Los murmullos del respetable vuelven sobre la quietud del escenario.
De repente, la inmóvil calavera comienza a agitarse y a hablar:

CALAVERA. -!Buenas noches, muy buenas noches, damas y caballeros, bienvenidos una noche más a nuestra función! Estamos encantados de tenerles a todos aquí de nuevo y esperamos que al terminar ustedes también estén encantados de haber venido. Mi nombre es Francisco Gómez y hoy seré su presentador. Un honor que se me ha concedido ya que conozco como pocos al protagonista de la historia que se representará a continuación. (Haciendo una pequeña pausa.) ¡No, no, amigos, no!, por fortuna para todos nosotros no vamos a hablar de mí, mi vida fue tan aburrida que se puede decir que ya estaba muerto cuando aún había carne en estas mejillas. (El auditorio al completo estalla en carcajadas.) No, damas y caballeros, la historia de hoy es la de Daniel Tejado, erudito, aventurero, gentilhombre y gran amigo mío al que tuve la fortuna de aventajar, al menos, en el camino a la sepultura. (Risas de nuevo.) Ahora en serio, conocí a Daniel cuando ambos éramos jovencitos universitarios atolondrados en la universidad de cierta ciudad sin mar, cursando la maravillosamente gratificante carrera de Historia. Aún a día de hoy, nadie sabe cómo dos personas tan distintas pudieron hacer tan buenas migas. Yo era un chiquillo más bien callado y reservado, mientras que Daniel gozaba de una picardía y vitalidad que a mi me faltaba. Fuimos uña y carne, las dos caras de la misma moneda, se lo aseguro. Pero como suele ocurrir con estas cosas, cuando se terminaron los años de estudio, nuestros caminos se separaron.
>> Yo conseguí con todo mi empeño encerrarme en la misma universidad en la que había estudiado, enseñando las mismas cosas que me habían enseñado, y Daniel decidió recorrer el mundo para ver de primera mano las consecuencias de lo que había aprendido. Soñador incorregible, jamás se ató a nada ni nadie, libre para vagar a sus anchas por el Globo. Pese a todo, nunca se olvidó de mí y continuamente me llegaban postales, cartas y paquetes con sellos de países cercanos y lejanos, además de alguna llamada ocasional. La verdad es que nunca podré agradecer lo suficiente el gran detalle que tuvo de abandonar su, por entonces, morada en el Quinto Infierno en el que se encontraba sólo para venir a ver mi cadáver frío metido dentro de una caja de pino. El hecho de ver mis desgraciados restos después del accidente de tráfico que me catapultó aquí le hizo pensar en su propio fin, así que decidió que ya era hora de empezar a vivir de una forma más tradicional, lamento no tener dedos para usar comillas, y ser un hombre digno de ser tratado como tal. Se afincó en su ciudad natal, buscó un estupendo trabajo que le llenaba, se casó y tuvo una ruidosa prole de tres hijos. Éste, precisamente, fue el principio del fin de este pobre hombre, ¡pero no adelantemos demasiados acontecimientos!, ¿no es así? Baste decir, señoras y señores, que Daniel Tejado era un buen hombre al que la muerte no hizo libre.
>> Sin más preámbulos, este teatro tiene el orgullo de presentar una pequeña y humilde obra a la que el propio Daniel ha bautizado como "¡Sonríe, estás muerto!".

El público aplaude y silba. La luz se apaga y las sombras del telón se cierran.

miércoles, 27 de julio de 2011

III

Tú, que clamas a dioses que desaparecieron hace tanto bajo el polvo levantado por nuevas deidades, ¿por qué has dejado de bailar conmigo?
Tú, que tanto insistes en buscarme, deberías entender mejor que nadie el drama escondido tras los cercos ya secos que dejó la espuma y los ceniceros no llenos. Pero te alejas de la pista, cuando aún tienes la espalda destrozada y los pies en carne viva, sin esperar siquiera a que suene alguna pieza que podamos compartir.
Tú, encerrado en el círculo de vergüenza que dejan tus pasos, permites que pase ignorado ante ti como si fuese el simple caminar del arrollo o el llanto de la brisa pese a que sabes, pues de seguro lo sabes, que negarte a mí es despreciar el único conocimiento que una vida avariciosa fue capaz de concederte sin pedir nada a cambio.
A ti, tan esquivo y tan anhelante, me he acercado usando mis mejores disfraces. En cientos de Lunas he cogido tus manos y a tirones obligado a dar los pasos de mi danza, malgastando mis antifaces de rosa, clavel, azalea y lila para encontrarte un ocaso más malogrando el blanco entre cinco pilares de esterilidad y globularia.
Tú, que no tienes remedio, me persigues y eres incapaz de verme delante de tus narices, me rehuyes y me encuentras en donde no hay otra cosa que tu deseo. Si sólo dejases de correr de un lado a otro con esos ojos enturbiados en gotas amarillas, con el cerebro ardiendo siempre con preguntas a las que difícilmente se les pueden dar las respuestas que quieres. Acuéstate, descansa y duerme, recobra fuerzas, deja que mis manos se hundan en tus caderas y que sean las horas, no tus impertinencias, las que te dejen solo.
Pero claro, puede que pese a todo, siga pidiéndote demasiado. Al fin y al cabo, no eres otra cosa que tú.

domingo, 24 de julio de 2011

Fabián

Pese a que recogieron gran parte de sus frases, los cronistas de la época cometieron un terrible fallo que les llevó a dejar mutilado este momento:
-!Van a saber esa putas "rojas" lo que son hombres de verdad, no castrados como tienen, y por mucho que griten y pataleen no van a dejar de conocernos!
Éstas, y no otras, fueron las palabras del teniente general Queipo de Llano durante los primeros lances de la toma de Sevilla. Aunque no era Quevedo, el militar había conseguido camuflar, tras una máscara de dura y directa prosa, una realidad completamente desconocida para un desgraciado soldado raso que alcanzó a oír sus palabras.
Fabián Rodríguez Peñas, "el Cojo" para sus paisanos y resto de Regulares, contaba con 24 años bien cumplidos pero no conocía otro coño que el de su santa madre, por lo que las palabras de Queipo calaron especialmente en su cacúmen aún a costa del casco. Aquellos patrióticos exabruptos transportaron al soldado a un paisaje de eras cubiertas de mies ya trillada, con el olor inconfundible de uvas recién pisadas y el canto de agua fresca. Allí imaginóse rodeado por diosas del sexo de pechos firmes, pieles nacionales o exóticas y entrepiernas anhelantes de su atención. Una sana y justificada erección convirtió sus pantalones en una cárcel de tela.Para su desgracia, ese pequeño gusano que habita en la profundidad de la memoria se sacudió para sacarlo de su paraíso soñado. El telón cayó y se vio en los brazos de María Isabel, la hija de Agustín, dueño de la taberna del pueblo, metiéndose mano mutuamente tras la barra que hacía unos minutos aún gobernaba el viejo. Sus mejillas se pusieron rojas recordando que, ella con la falda remangada, y él con las manos en el cinturón, no pudo hacer otra cosa que mirarla con ojos vidriosos mientras descargaba en sus calzoncillos. Que jaleo se montó entonces. María gritándole a pleno pulmón, Agustín bajando por las escaleras con la escopeta en las manos, y el trueno del arma cuando los perdigones dieron en la pierna derecha del Fabián que huía intentando no perder el equilibrio con los pantalones a medio bajar. Fue la propia María la que se encargó de que su mote y la fama que espantó a toda compañía femenina se extendiesen por todo el pueblo. Aunque a ella tampoco le fue muy bien, metida a monja por orden paterna después de un fin de semana en la casa de don Pedro, el abad, y del hermano que su madre, Carmen la de los Arriba, le dio con 57 años nueve meses después de aquello.
Un codazo lo devolvió a la realidad. Queipo de Llano continuaba exhortando a las tropas con peroratas que pasarían a la posteridad aunque solo fuese gracias a sus memorias. Por fin dieron la orden de avanzar hacia Triana. Fabián estaba más que motivado, hasta tal punto sabía el teniente general con qué animar a sus tropas, pero notaba un ligero picor en la parte alta de la nuca que casi siempre venía a significar que su sesera intentaba decirle que se olvidaba de algo.
Con un clic que más parecía el sonido del cerrojo de un fusil deslizándose, le vino a los ojos la cara de su hermano Diego,o al menos la que recordaba. Seis años mayor que él, había abandonado la casa familiar y el pueblo otra media docena de años atrás. Diego huía de la severidad de un padre con un yugo asaeteado en la solapa y de la incomprensión de una madre perdida en los misterios del Señor. Fabián había sido el único lector de la primera y última carta que su hermano mandó en todos sus años de exilio. Pese a que no comprendía o compartía las ideas que Diego expresaba, Fabián decía para sus adentros que lo respetaba, pero no lo suficiente como para confesar ante sus progenitores que había leído la carta y mucho menos como para responderla. Entonces se dio cuenta de lo que sus entrañas le susurraban, era gracias a aquella carta que Fabián sabía en donde buscar a su hermano, en una ciudad que pisaba desde hacía días. Se pregunto si su hermano viviría aún en Sevilla, si lo vería, si formaría parte de las columnas milicianas de Triana o de la Macarena, si seguiría afiliado al POUM del que tanto hablaba en su carta, si se habría casado, si tendría sobrinos, si seguiría vivo o ya habría muerto aquel julio del 36. Se sintió cansado, el fusil le pesaba en las manos tanto como el casco en la cabeza, caminaba sobre calles que se convirtieron en pantanos y con el corazón golpeándole hasta las yemas de los dedos se desvaneció.
Volvió en si en un camastro a salvo del Sol por una lona. La actividad bullía a su alrededor. Todos celebraban la derrota de los milicianos y la toma final de la ciudad. Fabián se escabulló sin ser visto a un callejón alejado del bullicio. Cerró los ojos y regresó a aquella primera visión del día, compartiendo su virilidad con cuantas mujeres pasaban desnudas ante él, abrió la boca e introdujo el cañón de una Astra robada entre los dientes. Acariciaba unos nuevos labios rojos de pasión por él cuando la pistola se corrió en su garganta.

sábado, 9 de julio de 2011

En un mundo muy distinto al nuestro

Es un mundo muy distinto al nuestro, es un mundo en el que los políticos han perdido el poder para actuar sin consultar primero con el capital privado; es un mundo en el que las grandes industrias se aprovechan del miedo de las personas, llegando a manipular gobiernos e instituciones con tal de alimentar tal sentimiento, para vender sus productos; es un mundo en el que la Justicia ha recuperado la vista y desarrollado un increíble apetito por los talonarios abultados; es un mundo en el que se libran guerras por oro negro que lo tiñe todo de rojo; es un mundo en el que el hundimiento financiero de los especuladores que juegan con el valor de todo bien conocido arrastra al resto de la sociedad, sólo para ver cómo los primeros salen aún más ricos y el resto aún más pobres.
Como decía, es un mundo muy, muy distinto al nuestro, pero pese a sus peculiaridades en él aún existen mentes preclaras que, en el momento adecuado, supieron ver un problema real, un gravísimo asunto que les afectaba a todos por igual y por el que era justo y necesario ponerse en pie, salir a la calle y protestar: los fumadores.
Los fumadores, desconocidos en nuestro mundo hasta hace bien poco, son extrañas personas que, desatendiendo los consejos sanitarios para una vida larga y plena, abrazan a un dios engalanado de blanco y ámbar (aunque también se presenta en gasas blancas) al que curiosamente bautizaron con el nombre de tabaco.
Siglos atrás, los fumadores, como suele ocurrir en este mundo tan diferente al nuestro, eran un colectivo muy pequeño cuya vomitiva doctrina estaba reservada únicamente a unos pocos. Pero poco a poco, sus malsanas costumbres fueron atrapando a más y más seguidores. Desde los salones de la realeza y la burguesía, el tabaco echó raíces que crecieron hasta alcanzar a todas las clases sociales. Y así prosiguió con el envenenamiento progresivo de la sociedad, adaptándose y evolucionando con los cambios que en ella se producían. Los fumadores conservaron así su forma de vida, implantando el tabaco como símbolo de distinción o aristocracia, y cuando éstos dejaron de serles útiles, tomaron otros tan variados como la virilidad o la inteligencia.
Todo esto formaba parte de un laborioso plan trazado por los primeros fumadores y que las empresas tabacaleras se encargaron de ejecutar. Los Estados estaban satisfechos con los impuestos recaudados con la venta de la ponzoña, las tabacaleras no dejaban de obtener beneficios y los fumadores de todo el mundo quemaban entre sus labios cigarrillos de alguna de las muchas marcas que se ofertaban.
El engaño resistió mucho mejor el paso del tiempo que algunos imperios. Sin embargo, esta pantomima únicamente se apoyaba en el desconocimiento, o más bien en la sibilina ignorancia, de los efectos nocivos que tenían los productos químicos con los que se adulteraban las hojas de tabaco sobre la salud. Finalmente, a modo de partisanos, se elevaron las voces de médicos, estudiosos y no fumadores que cuestionaban las costumbres impuestas por los adeptos y las mentiras que llevaban escupiendo desde su aparición.
Poco o nada pudieron hacer los fumadores para contener esta ola de verdad que barría sus posiciones. Los médicos prohibieron fumar a los enfermos, las autoridades sanitarias descubrían cada vez más patologías relacionadas con el consumo de tabaco y, quizá lo más importante, los Estados empezaron a pensar que lo recaudado con el gravamen no era suficiente. El cerco siguió cerrándose.
Un tiempo después, las tornas cambiaron. Los fumadores fueron acosados de la misma forma en la que ellos abusaron de los no fumadores. Las tabacaleras empezaron a verse amenazadas por el creciente número de denuncias de fumadores reformados. Los gobiernos promulgaron leyes que prohibían fumar en estancias oficiales y más tarde en cualquier espacio público. Los no fumadores conformaron comunidades de las que los fumadores estaban completamente excluidos y algunas empresas, en sabia iniciativa, dejaron de contratar a fumadores.
Por su parte, demonizadas sus costumbres, empujados al ostracismo en las calles, los fumadores a penas pudieron reaccionar cuando en las cajetillas, paquetes y tambores de tabaco empezaron a verse los primeros mensajes amenazantes y las fotos de las supuestas víctimas del veneno.
Este mundo, tan distinto al nuestro, sin duda ha dado un paso de gigante hacia la felicidad, pero aún les queda lo más difícil: prohibir por completo el tabaco. Algo que ni siquiera nosotros nos atrevemos a hacer.