martes, 28 de diciembre de 2010

I

Cuesta abajo o cuesta arriba, pero siempre sin frenos, mirando en todas direcciones sin cuidar por donde ando perdido, aunque sé que en algún lugar aguarda un agujero cuyos tamaño y profundidad prefiero ignorar.
Jalonando de espuma, humo y tinta cada paso, acompañado por el recuerdo de caricias que fueron y por los besos de musas de apetitos insaciables. Siempre, siempre sin olvidar los días en los que todo era oro encerrado en un frasco.
Destrozándose mis manos acariciando melenas de acero o perdiendo la lengua en bocas de papel de lija o la voz dentro de oídos que sólo oyen, para encontrarme renacido, aunque cada vez un poco más muerto, en los brazos de nuevas estatuas céreas que me van llevando a trompicones, sin orden, a algún lugar.
Entonces amanece en otros Universos y se hace de noche sobre mi cabeza. Me encontrará el Sol Nocturno en alguna barra, agarrado a un cenicero cargado de colillas como si fuese mi más preciado tesoro, con cristal marcado de ciervos blancos y los ojos vidriosos.
Esperando.
La Gloria de la aventura murió con los neones, y la de éstos con el auge de la decadencia que representan, suponiendo que alguna vez gozaron de algo parecido. Iluminan a los magníficos carroñeros que un día fueron personas, presentándolos como abominables y horribles caricaturas de humanidad. Todo ello es la música de la civilización: terrible, bella, orgullosa y fúnebre. No puedo evitar escucharla con devoción religiosa y dejarme arrastrar a los excesos a los que canta. Rezando con las manos juntas, penitente de amor y odio por Ella.
Esperando, maldita sea.
Esperando mi turno. Algún día llegará, justo antes de que yo también encuentre el borde del agujero.

lunes, 25 de octubre de 2010

El Entierro

-¿Han enterrado ustedes a un hombre aquí?- preguntó a un hombre acompañado por un pequeño número de mujeres enlutadas.
- No, nosotros no, gracias a Dios- respondió con grandes aspavientos-. Pero, en efecto, acaban de enterrar a un hombre; nosotros no venimos más que a entonarle un cántico a ese pobre cuerpo mortal- se calló un momento, entornando los ojos en un gesto de curiosidad-. Perdone, pero, ¿no será usted el joven que se fue con su regimiento a las Indias?- brilló por un momento una luz de reconocimiento-, ¿no será el hijo que escribió la carta...?
- No, se está equivocando- dijo lacónico-. ¿Así que ya terminó el funeral?
- Sí... sí, señor, cantaremos los salmos que solicitó la familia y nos iremos- contestó aturdido.
- Muy bien- asintió y volvió al coche en el que había llegado.
Poco después, cuando las voces plañideras compradas con libras dejaron el lugar, el joven salió de nuevo y con él sacó una vieja bolsa de mano, pagó al chófer y el carro se fue. Con paso marcial se acercó a la tumba recién excavada, pasando por alto nombres cincelados en mármol por los que años antes había llorado, encogiéndose frente a otro que quiso ignorar pero no pudo y que en silencio le escupía su odio.
Se detuvo ante la sepultura y se quedó inmóvil, con los ojos clavados en la tierra removida. Abrió la bolsa, volcando su contenido sobre la lápida. Una camisa, un pantalón y una chaqueta raídos por el tiempo volaron brevemente sobre la brisa. El joven se agachó y, susurrando contra las lágrimas, acertó a decir:
-¿Quién va a pagar ahora por el crimen que me obligaste a cometer?
Se levantó lentamente, giró sobre sus talones y allí dejó, sobre la conciencia de su padre, aquellas ropas manchadas de sangre.

sábado, 9 de octubre de 2010

Coruña

Coruña, siempre Coruña. Casi rodeada por los cuatro costados por las frías aguas del Atlántico que se mecen o se enfurecen en sus playas, abiertas a la espuma blanca de semen que deja el oleaje.
Envuelta en un sopor del que no despierta, son sus venas calientes y vivas, por las que corren las risas de la vida nocturna y los motores del trabajo diario. Dama risueña que coquetea en la geografía gallega, señora de trono gastado y banco vacío, anciana de mandil manchado por la tierra de la huerta y las escamas del mar.
La de las mil gaviotas que lloran en el puerto al olor del pescado recién descargado. La de la historia que perdura en los corazones de aquellos que miran la Torre de Hércules durante los días en los que desde su cumbre se ven otras tierras. La de los que pasean bajo el grueso follaje de los jardines de Méndez Núñez. La de los que se pierden por la Ciudad Vieja de San Judas Tadeo, San Carlos y la Virgen del Pilar, sólo para encontrarse de nuevo con el azul siempre cambiante. La ciudad en la que la fuente de Cuatro Caminos se convierte en el centro mismo del universo. Del Obelisco y su anciano reloj. De María Pita, de Hércules y Gerión de Breogán y sus leyendas.
La vieja y nueva Coruña, caótica y terrible, acogedora y cariñosa. Mi odiada Coruña. Mi amada Coruña.
Siempre Coruña.

jueves, 7 de octubre de 2010

La naturaleza del monstruo

Caí en la desgracia de encontrar tus fotos mientras buceaba en lagos de oro, de fuego embotellado. Las recogí y las miré con los ojos empañados de ceniza y humo mientras nadaba de vuelta a las playas de cristal.
Empapado pero seco, dejé los árboles muertos sobre los que me apoyaba, tambaleándome a través de las canteras de cien montañas hasta derrumbarme en la cama sin el menor rastro de cansancio.
Me quedé observándote, contemplando aquella miniatura de ti como si en realidad fueses tú. Derramé mis pupilas sobre mi pecho recordando, recordando el sabor de la divinidad que habitaba tus labios, el olor de las fibras que componían la enramada de tu cabellera. El horror de saber con certeza que me había contaminado sin remedio.
Tiré tus imágenes rotas en pedazos, bramando con la ira del que ve frustrada su vida por el miedo a la muerte. Recordándote. Corrí a zambullirme en el olvido del abrazo salvaje del color de los ciervos y el aroma de la abominable decadencia de la vida. Hastiado, incapaz de soportar el peso de mi propia sombra, me sumergí hasta saciar por completo mi sed.
Arrastrándome sin tocar el suelo, postrado de pie, subí al desván. Encendí la luz, borracho de tus fantasmales senos mientras la realidad me golpeaba robándome la nube de inconsciencia que había trasegado. Avancé por la garganta de la avaricia que me rodeaba y llegué hasta la gigantesca bestia que allí había encadenado. Del tamaño de un oso, su gigantesco cuerpo jorobado, deforme, imponente y temible estaba cubierto por una piel arrugada como el pergamino y negra como el carbón. Sus largos brazos, acabados en manos demacradas de uñas rotas, colgaban casi sin vida de sus costados. Me oyó llegar y alzó la cabeza, ceñida su frente por una corona de claveles turcos, mirándome con los ojos más tristes y más hermosos que había visto nunca.
Me acerqué a la bestia, solté sus manos y sus pies y sonrió, la sonrisa más sensual que me habían dedicado jamás. Me eché sobre ella y le dije: "devórame y nunca más me dejes solo contigo".

domingo, 3 de octubre de 2010

12 de Mayo de 1944, Crimea

La sed infinita del Mar Negro se estrella contra los rompeolas de los muelles. Me dejaría arrastrar por su insinuante voz de sirena, pero el estruendo de una voracidad aún más oscura que sus profundidades me arranca de esos pensamientos y me doy cuenta de que sus aguas son ahora rojas.
Hace días que luchamos calle por calle, sabiendo que nos han derrotado. Nos empujamos, nos gritamos, disparamos, acuchillamos y morimos mientras nuestro enemigo nos acecha, nos cerca, supera, persigue y caza. Hace días que luchamos para no ser devorados.
Por las noches cierro los ojos. Los bramidos de los hombres sin nombre deja de importarme, las garras de los fusiles no me alcanzan y el eco del fuego se convierte en música. Entonces vuelvo a sentir la fría nieve, el olor de la montaña y el ulular de los búhos, allí arriba en los Cárpatos, a donde no podré regresar.

jueves, 16 de septiembre de 2010

El reproche

La mujer se arrodilló en un rincón, al lado de la chimenea, y observó los rescoldos humeantes que dejó el fuego. Empezó a soplar sobre las cenizas aún rojas hasta que prendieron de nuevo. Una llama radiante iluminó por fin sus pálidas mejillas y pareció embellecer aquellos ojos oscuros que una vez fueron hermosos. Lentamente, arrastrando los pies, se acercó al polvoriento tocadiscos. Con cuidado situó la aguja en el borde del vinilo y Léo Ferré empezó a cantar “La Transformación del Vampiro” de Baudelaire. Escuchó extasiada durante unos segundos, se giró y fue hacia el sillón con iguales fatigas. Se sentó con grandes dificultades, torciéndose su cara de dolor, suspirando ruidosamente al descansar la espalda. La anciana miró entonces un retrato, casi tan viejo como ella, que le devolvía la mirada desde la chimenea y, mientras Ferré y el piano comenzaban con la segunda parte del poema, dijo:
- Nunca debiste apartarte de mí aquella noche en París, Charles.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Una pesadilla

Sentado frente al fuego me dejo caer en el sueño, llevado por el latido del reloj.
De repente, un olor a vinagre me hace abrirme en arcadas pero aún puedo oír el siseo asqueroso que lo acompaña. Giro la cabeza y por el umbral sin puerta aparece una serpiente, negra como el carbón, sus escamas brillan como esquirlas de azabache. La bífida lengua sale una y otra vez de su boca, se eleva un instante y mira a su alrededor. Poco a poco, repta hacia mí. Ni siquiera intento moverme. Estoy dormido. Sus anillos se enroscan en mis piernas cruzadas, siento su cuerpo frío aún a través de la ropa. La cabeza del tamaño de un puño, se acerca a mi cara. Me toca. Me… ¿besa? No intento moverme. Estoy despierto.
-¿Quién- preguntó ella con una voz como nunca había escuchado otra- eres tú?, ¿qué haces aquí?, no has nacido aquí, no has crecido aquí, pero sí que has llorado aquí.
- Yo no he llorado- respondí.
-¿No has llorado?- rió la serpiente- ¿No es tuyo el rastro que he seguido?, ¿no son tus lágrimas las que he bebido?
- Yo no he llorado- contesté.
Su roja lengua tocó mi mejilla. Una. Dos. Tres veces. El reloj, ¿las tres de la madrugada?
- Sí- siseó ella-, sí que has llorado, y sigues haciéndolo- tal y como vino empezó a moverse, lentamente. Pasó sus escamas por mi cara mientras pasaba por mis hombros, ¡que cálidas eran! Lloro.
Ya no la siento. No sé a donde se ha ido. Miro a la negrura de la chimenea, pero el fuego ya no está. En su lugar está sentada ella, con su vestido de tela blanca, con el pelo largo y oscuro que le cae hasta la cintura. La muñeca de mi habitación. La muñeca del desván. Me mira con sus ojos deformados… no puedo soportar su mirada. No puedo…
Despierto en mi cama. Sobre la almohada un fino y largo cabello negro y una cinta de tela blanca.