jueves, 18 de abril de 2013

Anatomía de la espera


 Existen diversos tipos de espera, ¿te habías dado cuenta?
 Está la espera prolongada, un estado de modorra inducido y de final un tanto misterioso. Con todo, puede que sea la más tranquila de todas; la única que te desliza a través del tiempo sin darte apenas cuenta, dejándote arrugas en la piel y canas en la cabeza.
 También cuento con la espera amistosa, de animada expectación. Una sana y divertida manera de evaluar la puntualidad de tus parientes y allegados, aunque un tanto peligrosa. Hermana de la espera para la cena y la comida, solo una fina línea la separa de la espera furiosa, todo depende de la diferencia entre la hora convenida y la real.
 Hay una de nombre injusto: la espera falsa. Una pícara desvergonzada, una mentira que acompaña a los ojos airados y los ceños fruncidos. Una broma, quizás un poco cruel como tal, que busca sacar los colores y las peores excusas a otra persona.
 En el otro lado de la balanza está la espera negada. Pese a su posición indefensa, es dulce y cándida, moviéndose gracias a unos sentimientos que pocas personas son capaces de contener. Maliciosa en manos malintencionadas, cuando se vive es simple belleza; cuando se sufre mortifica deliberadamente; y vista desde fuera se vuelve absurda.
 Muy conocida es la espera gruñona, principal causante de los más variados gestos de fastidio, brazos alzados al aire y discusiones acaloradas antes de sentarse a una mesa o de entrar en un coche. Podría decirse que forma parte de la gran familia que mencioné antes.
 La espera aterrada se me hace demasiado tétrica para hablar de ella.
 Pero me he dejado una para el final, la más importante. Esa que siempre te asalta en las sillas de los bares, en casa delante del ordenador, e incluso en las esquinas de las calles. Una que llega a la carrera y se estrella contra el pecho, congelándote el estómago y hasta subiéndote la temperatura: la espera nerviosa. Bastante desagradable, con una gran variedad de síntomas, como puedes ver. Es una sensación histérica de urgencia que te hace mover las piernas, te estruja mientras te remueves en la silla, y hasta puede obligarte a mirar constantemente hacia la entrada. Pero, con todo lo terrible que es, desaparece al instante y sin efectos secundarios en el momento que lo que esperabas sucede.
 Te preguntarás por qué digo que ésta última es la más importante, aunque diría que ya lo has adivinado por el modo en que te miraba cuando entraste por la puerta.

lunes, 23 de julio de 2012

El estanque


 - …
 - Deberías rendirte a la evidencia y abandonar el fuerte ilusorio que has levantado a tu alrededor. La obstinación, aunque comprensible en tu situación, nada significa para mí. Tú mismo puedes entender que se trata de una respuesta primitiva y pueril de tu automatismo animal.
 - …
 - Si eso es lo que quieres, que así sea, pero no entiendo qué beneficio planeas sacar de ello. Es el debate sobre la superioridad un punto que juega en tu contra desde el principio. Ambos lo sabemos.
 - …
 - Intentas justificar una realidad que únicamente existe a través de tus limitados conocimientos. Disculpo tus palabras ya que no puedes saber que el axioma por el que se rige tu pensamiento aún no ha sido. No puedes ser ya que no serás hasta dentro de mucho. Para usar una clasificación que puedas asumir como familiar, perteneces a un filo, una clase, una orden y una familia de tu reino que no existen. Tu mera respiración te convierte en una criatura que, simplemente, no tiene cabida. La Razón todavía no te ha concebido y por tanto aún te hace ajeno al Logos.
 - …
 - Porque estás ahora mas no puedes ser ahora.
 - …
 -¿No me estoy expresando en términos que puedas entender con facilidad? Lo lamento, pero únicamente intento contestar a tus preguntas con palabras que te ayuden a ver el por qué. Por favor, no cometas el error de encerrarte en los significados que éstas tendrán.
 - …
 - Es mi obligación. Debo solucionar un largo número de falacias que te han traído ahora. Comprendo que, bajo tu punto vista, mis acciones puedan resultar agresivas, incluso malintencionadas o directamente malvadas, pero no puedo dejarte permanecer en este punto. Es crucial para mí que lo entiendas, te ruego que al menos lo intentes.
 - …
 - No, no soy una deidad como tú la definirías ni en ningún otro aspecto y, aunque así fuese, carece de importancia. Quien soy o lo que soy no afecta al hecho que ha reclamado mi atención. ¿Facilita esta respuesta tu correcta asimilación de esta conversación?
 - …
 - Vuestros hallazgos son, sin género de duda, notables. No obstante, el uso que pretendéis hacer de ellos parte de un error que no conoceréis.
 - …
 - Escucha atentamente pues lo que voy a decirte es de capital importancia. Habéis cruzado una línea oculta que ibais a cruzar, ergo teníais que hacerlo, pero aquí termina para vosotros, aquí se encuentra el horizonte insalvable de vuestras cábalas. Esta vez, vuestra curiosidad no será saciada.
 >> Ni tú ni los vuestros podréis viajar de nuevo hacia el Arjé. El fallo de las leyes físicas que aprovechasteis será solucionado y vuestros descubrimientos a este respecto devendrán en inútiles fórmulas de galimatías matemáticos. ¿Has comprendido?
 - …
 - Nada más lejos, es solo que el precio que el Universo habría de pagar por vuestras ansias sería demasiado caro.
 - …
 - Imagina la más inofensiva de las acciones. Imagina a un niño observando las aguas inertes de un estanque. Aburrido, el niño se agacha y recoge una piedra para tirarla al agua. La piedra rompe la superficie en un punto determinado del estanque, produciendo ondulaciones mientras se hunde trazando una danza errática y aparentemente imprevisible hasta que llega al fondo.
 >> El mismo niño vuelve a mirar las aguas y a tirar la misma piedra, pero alguien, uno de vosotros, se encuentra allí para observarle. ¿Caerá la piedra en el mismo punto del estanque, creará las mismas ondas y se hundirá hasta alcanzar el mismo lugar? Como ya sabéis, el mero hecho de observar al niño, de añadir un cuerpo que en el mismo punto del entonces no se encontraba allí, cambiará el anterior curso de los acontecimientos en menor o mayor grado. ¿Cómo calcular, manipular y corregir todas esas variables, algunas de las cuales ni siquiera sabéis que existen?
 >> Eventualmente os daríais cuenta de que la solución de los errores provocados conllevaría avanzar en el tiempo ya pasado, pues las ecuaciones correctamente solucionadas que representan el ahora habrían dejado de tener sentido. De este modo incurriríais en un sinfín de nuevas paradojas de imposible solución, de una forma similar a las ondas creadas por la piedra al perturbar la superficie del estanque.
 - …
 - Así es. ¿Comprendes entonces por qué se os niega el acceso a este conocimiento?
 - …
 - No, yo no lo sé todo y poco más puedo decirte.
 - …
 - No, no puedes regresar al ahora que has dejado atrás, es por ello que debías entender todo lo que te he contado. Has dado un paso que estabas obligado a dar, pero ahora debo tomar medidas drásticas para enderezar lo que habéis torcido.
>>Tu yo presente debe desaparecer del ahora pasado. Es la única forma de resolver las incógnitas de este nuevo problema. Integración, simplificación… Para tu realidad, desgraciadamente, significa la desaparición de tu consciencia presente.
 - …
 - No se trata de justicia, moralidad o ética. Es el pequeño sacrificio que vuestros cálculos exigen.
 - …
 - Es una decisión inapelable en la que ni tú ni yo tenemos capacidad de elección.  Lo lamento.
 - No… ¡No!... ¡NOOOOOOO!

martes, 10 de abril de 2012

En la boca del lobo - Capítulo 3


 "Líbrame de mis enemigos, oh, Dios mío; ponme a salvo de los que se levantan contra mí. Líbrame de los que cometen iniquidad, y sálvame de hombres sanguinarios“ Salmos 59:1-2

 Se agarraba al volante con ambas manos, compartiendo la desesperación del náufrago que se aferra a una tabla salvadora. Necesitaba sentir aquel tacto recalentado por sus propias manos o se ahogaría en sus pensamientos. Tenía la sensación de que, si se soltaba, ya no habría marcha atrás, solo le quedaría seguir adelante y afrontar las consecuencias. De hecho, sabía que así debía ser, no había llegado a esa situación para retroceder cuando estaba tan cerca del final, pero era un paso que no se atrevía a dar.
 Miró por la ventanilla, la vio sentada a su lado, y las dudas se renovaron. Suspiró ruidosamente y su aliento empañó el cristal borrando el rostro reflejado durante un instante, reconfortándole, como si así pudiese ignorar que estaba ahí.
 - Hace frío- dijo ella.
 - Sí- respondió sin mirarla. No podía, no quería mirarla-. Puedo poner la calefacción si quieres.
 - Lawrence- le posó una mano en la pierna, casi haciendo que se estremeciera al contacto de sus dedos-, ¿te encuentras bien?
 - Sí…- susurró, empujando su voz casi sin fuerza-, sí, estoy bien.
 -¿Por qué no nos vamos?- preguntó de repente al borde del sollozo-, no tienes por qué hacer esto, podemos irnos y…
 - No- le interrumpió-, esto es precisamente lo que tengo que hacer. No hay otra salida, Layla.
 - Te van a matar, Lawrence- las lágrimas brillaron en sus ojos y al momento cayeron por su rostro-, esos hijos de puta te van a matar.
 - No, no lo harán- contestó y se giró hacia ella. Una punzada de dolor le atravesó el pecho cuando alargó la mano para secarle la mejilla-. Ellos me quieren vivo, no se atreverán a tocarme.
 - Mientes muy mal- sonrió nerviosa, cogiéndole y besándole la mano-. Por favor, dime que todo saldrá bien.
 - Todo saldrá bien- dijo después de un corto silencio-, todo saldrá bien. Mañana estaremos lejos de toda esta mierda y ya no tendrás que preocuparte nunca más- se inclinó y la besó dulcemente en los labios, llevándose el sabor de las lágrimas en los suyos. Salió del coche y se quedó quieto delante de la puerta, observando la calle que tenía ante él.
 El viento de escarcha arrancaba las hojas muertas de las copas de los árboles que adornaban la avenida. Las farolas iluminaban una escena en la que nadie más que él participaba; las aceras estaban vacías y el asfalto muerto. Salvo por el rugido del invierno y la agitación de su propia respiración, no podía escuchar nada más.
 Cuando estuvo satisfecho, aspiró profundamente el aire gélido y lo soltó lentamente, viendo su aliento transformado en una nube de vapor. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de la chaqueta y cogió uno, dándole una larga calada antes de tirarlo y cruzar por fin la calzada en dirección al portal de uno de los bloques de apartamentos al otro lado.
 Layla, inmóvil, como si temiese llamar la atención en medio de aquella tensión que le apretaba la piel como un grillete, contemplaba cómo él se alejaba. Tuvo un mal presentimiento, quiso bajar y llamarle, decirle que huyeran de allí sin importar lo que pudiese costarles.
 - Mientes muy mal- fue todo lo que acertó a decir.
 Lawrence volvió a pararse pero esta vez al lado del árbol que ejercía de centinela ante la puerta del edificio. Le temblaban las manos; sabía que no era culpa del frío. Sacó otro cigarrillo y lo encendió con bastantes dificultades. Cuando el fuego consiguió prender el tabaco, el portal se abrió de golpe y dos hombres salieron de él con mucha prisa. El primero, un cuerpo perfectamente esculpido en un gimnasio y embutido en un serio traje, le miró unos segundos evaluando si era una amenaza; entonces, demostrando que no sabía juzgar lo que veía, dejó pasar al segundo, un anciano de piel macilenta y colgante bajo la barbilla, calva llena de manchas y flanqueada por dos cordilleras canosas y abultado estómago. El viejo se detuvo en seco, clavando sus intensos ojos negros en el individuo que esperaba en la acera, reconociéndolo al instante.
 -¿Qué haces aquí?- preguntó enarcando una ceja con gesto despectivo.
 - Se acabó, Frank- respondió lacónico-. Lo dejo.
 - Estás bromeando, ¿verdad, muchacho?- dijo al cabo, conteniendo la risa que subía por su garganta sin poder evitar unos bufidos burlones-. Vete a casa, Lawrence, y descansa, no me hagas perder el tiempo con tus…
 - No, Frank- le interrumpió-, no he venido para hacerte perder el tiempo, he venido a recoger lo que me pertenece. Lo dejo- repitió, mirando el maletín que sujetaba.
 - Con que se trata de eso, ¿eh?- carraspeó, cada vez más nervioso, filtrándose en su voz lo molesto que empezaba a sentirse-. Qué iba a ser si no…, dinero, claro. No sé cómo llegué a pensar que eras diferente a los demás, Lawrence, que equivocado he estado contigo todos estos años…
 - Solo quiero lo que es mío- insistió.
 -¡A ti no te pertenece nada!- exclamó, enrojeciéndose su rostro casi al instante-. Cabrón ingrato, ¿quién te crees que eres, eh? De no ser por mí, de no ser por ellos, ahora estarías tirado en alguna cuneta, bebiendo vino y fumando crack, ¡mientras te dan por culo para conseguir sobrevivir un día más!- gritó-. No te debo nada, Lawrence…, ni yo, ni ellos. Tú eres el que nos debes tu jodida vida, ¡tú!, Lawrence- escupió en su dirección, dando por terminada la conversación-. Ahora lárgate cagando leches, ya me has fastidiado bastante por hoy- se colocó la chaqueta y le hizo una señal al guardaespaldas para reemprender la marcha, sobrepasando al otro como si ni siquiera estuviese allí.
 -¡Frank!- gritó cuando ya le habían dado la espalda, parándolos en el acto-, ¡no voy a irme sin lo que se me debe, Frank, te digo que lo dejo!
 - Piérdete, Lawrence, estás agotando mi paciencia- dijo sin girarse-. No me obligues a ponerte en tu sitio, ya hemos pasado por esto.
 - Lo sé, pero esta vez es diferente- contestó, sabiendo lo que aquello significaba.
 - Muy bien- el anciano se acercó a un coche y su acompañante le abrió la puerta-. Ya sabes lo que tienes que hacer- le dijo mientras entraba.
 - Sí, señor- asintió. El hombre cerró la puerta y volvió sobre sus pasos, deteniéndose a un par de metros del otro-. No es nada personal- murmuró.
 - Claro que no- contestó-, las órdenes son las órdenes y tú tienes cara de aceptarlas muy bien, ¿verdad?
 - Así es- cerró los puños, dio un paso al frente y lanzó un derechazo directo a la cara de su enemigo. Lawrence no lo vio venir y la fuerza de aquel bruto le golpeó como una maza, haciéndole caer de rodillas junto al árbol-. Vamos, chico, lárgate, ¿qué ganas con este numerito?
 -¿Piensas… piensas que vas a poder trabajar para ellos siempre?- tosió, llevándose la mano al labio cuando saboreó la sangre-, pues te equivocas. No sabes a cuántos como tú ya he sacado de en medio cuando dejaron de serles útiles.
 - Así es la vida- se encogió de hombros-, ahora hazte un favor y márchate de una vez.
 - Esto no funciona así, ya lo sabes- se levantó, encarándose a él.
 - Como quieras- e inmediatamente volvió a golpear, trazando un gancho que buscaba el estómago del otro. Lawrence extendió los brazos, posando la palma de las manos en el del gigante para apartarse de su ataque, como si estuviese esquivando la acometida de un animal. El guardaespaldas no perdió el tiempo y su puño izquierdo voló hacia la mejilla del joven, pero éste se agachó, sorprendiéndole con su agilidad, y en con el mismo movimiento le agarró la muñeca, guiando el puño hacia el tronco del árbol sin que pudiese hacer nada por evitarlo. El sonido espantoso del hueso al romperse precedió al aullido de dolor del hombre-. ¡Joder!- maldijo, dando unos pasos atrás-, ¡joder!
 - No merece la pena, sé que tú también lo sabes- le dijo jadeante por el esfuerzo-. Por eso quiero irme…, solo quiero dejarlo.
 -¡Que te follen!- bramó rabioso, alzando el puño derecho para descargarlo contra el pecho de su contrincante. De haber llegado a su destino, aquel golpe seguramente le habría roto el esternón como una rama seca, tal era su fuerza, pero el muchacho estaba demostrando ser una presa difícil. Se apartó de la trayectoria de aquel camión que iba hacia él y lo agarró firmemente con una mano cuando pasó de largo sobre su hombro, girando sobre sí mismo para quedar de espaldas al matón. Lawrence hundió el codo libre en el costado del guardaespaldas, robándole el aliento, y con un nuevo codazo le hizo doblar las rodillas, dejándole espacio para retorcerle el brazo en un ángulo insoportable, arrancándole más gritos-. ¡Suéltame…, tú ganas!
 -¿Por qué no me lo creo?- siseó, cerrando un poco más la llave para tumbar del todo al gigante.
 -¡No me pienso mover!- aseguró desde el suelo-, ¡tengo una mano rota, por el amor de Dios!  
 - Eso espero- masculló, liberando al hombre que se quedó tendido, intentando desobedecer el reflejo de llevarse la mano al brazo dolorido.
 Lawrence se limpió la sangre del labio, se sacudió el polvo y caminó hacia el coche en el que se había metido el anciano. No había dado dos pasos cuando la luz de una farola le descubrió que una sombra se había levantado a sus espaldas, y una potente patada cayó sobre él antes de que pudiese reaccionar, derribándolo. Su mundo se convirtió en una danza de luces titilantes, y por un momento creyó que no lo resistiría. Rodó por el suelo y vio al guardaespaldas, que ya estaba encima de él, preparado para pisarle la cabeza. Se incorporó rápidamente, ignorando el dolor, y le propinó un puñetazo en la entrepierna antes de que pudiese bajar el pie. El hombre se derrumbó, incapaz de soportarlo, retorciéndose en la acera como un gusano en el anzuelo.
 -¡Hijo… de… puta!- consiguió articular, levantándose trabajosamente, sintiendo cómo su espalda ardía allí en donde le había pateado. Se acercó al caído, le inmovilizó los brazos con las rodillas y le cogió la mano rota, apretándosela con fuerza, causándole tanto dolor que ya no pudo ni siquiera gritar para aliviarlo-. ¡Gilipollas de mierda!- exclamó antes de propinarle un puñetazo que le rompió la nariz-, ¡quédate en el puto suelo, cabrón!- golpeó una y otra vez hasta que el rostro del guardaespaldas se convirtió en un mapa de hematomas y cardenales teñido de rojo.
 Cuando estuvo seguro de que su enemigo había quedado inconsciente, Lawrence se levantó tambaleándose y fue de nuevo hacia al coche. Mientras se acercaba vio al anciano a través del parabrisas. Estaba mirándole con el ceño fruncido, muy quieto, perforándole de lado a lado, esperándole sin ningún temor. El joven buceó en sus ojos y encontró el desprecio, el odio que les provocaba. Algo se incendió dentro de él, alimentado el fuego por ese acto de desafío. Quería borrarle al viejo su expresión de soberbia, ya no se trataba solo de conseguir la libertad, sino también de darles a todos una lección que no olvidasen jamás.
 Se echó a correr y chocó contra el flanco del coche. Las puertas estaban cerradas. Frustrado, pugnó por abrirlas, pero era inútil. Buscó a su alrededor algo con lo que romper las ventanillas, pero no había nada. Totalmente fuera de sí, fijó su atención en el cuerpo del gigante. Lo agarró por los pies y lo arrastró hasta el vehículo, sentándolo contra él. Entonces cogió la cabeza del hombre con ambas manos y empezó a golpear con ella el cristal de la ventanilla, hasta que ésta acabó cediendo en medio de un estallido de astillas ensangrentadas. Dejó el cadáver a un lado y metió la mano por el agujero que había abierto para subir el pestillo. Abrió la puerta de un tirón e introdujo medio cuerpo dentro, extendiendo ya los dedos hacia el anciano. Pero todos sus músculos se paralizaron al encontrarse de bruces con el cañón de una pistola que le apuntaba.
 -¿Ya estás contento?- preguntó, dándole una bofetada-, ¿era esto lo que querías?- suspiró con tristeza-. No sabes en lo que te estás metiendo, Lawrence, nunca lo has sabido.
 - Para mí se acabó todo- susurró, sentándose lentamente-. Ya no soy vuestro.
 - Me importa una mierda lo que creas, hijo- le espetó-. Deberías haber aprendido que todos somos suyos, esta no es más que otra de tus pataletas.
 - Dame mi dinero y deja que me vaya, Frank, es todo lo que quiero- casi le suplicó.
 - Dios mío, no sabes con qué gusto te lo daría con tal de perderte de vista unas cuantas semanas- sonrió abatido-, pero lo que hay en este maletín no es tuyo- le dio unos golpecitos-. Por favor, vete de aquí ahora mismo e intentaré que sean indulgentes contigo esta vez, insiste en tu empeño…- le acercó la pistola a la sien.
 - No vas a hacerlo, Frank- le miró fijamente-, ellos me quieren vivo.
 -¿Estás seguro?- le sacudió con el arma en la frente-, yo no apostaría tan duro si fuese tú, pueden cambiar de opinión con mucha facilidad, sobre todo si sigues comportándote como un estúpido.
- Soy…
 - Eres muchas cosas, pero no irremplazable- no le dejó seguir, haciéndole un gesto con la cabeza-. Sal del coche.
 - No.
 - Sal del maldito coche- amartilló la pistola y se la pegó a la cabeza.
 -¡No!- se revolvió, dándole un manotazo al cañón, apartándolo de él. Asustado, Frank apretó el gatillo y se oyó un disparo que reverberó en toda la calle. La bala le rozó la mejilla al joven, pero éste no se inmutó, siguió forcejeando con el anciano hasta que le torció la muñeca y le obligó a soltar el arma sobre el asiento, de donde la recogió y le apuntó.
 - Estás a punto de cometer un gravísimo error- le advirtió sin perder un ápice de su prepotencia.
 - Dame el maletín, Frank.
 -¿A dónde vas a ir?- sonrió-, vayas a donde vayas, ellos te encontrarán.
 - Dame el maletín, no me obligues a disparar- jadeó nervioso.
 - Todavía estás a tiempo de irte por dónde has venido, no lo hagas y…
- Adiós, Frank- un segundo disparo fue llevado por el viento.
 Lawrence salió del coche y cruzó la calle con paso apurado sin mirar atrás. Sabía que pronto llegaría la policía, que debía darse prisa. Allí seguía Layla, observándole con los ojos muy abiertos y empapados en lágrimas. De pronto se sintió exhausto y la sangre huyó de sus mejillas, pero también le invadió una sensación de alivio que se hacía más fuerte con cada metro que se alejaba. Entró y le tendió el maletín a ella.
 - Ya está, Layla, ya podemos irnos- le dijo, pero ella no contestó-. ¿Estás bien, cielo?
 - Ahora sí que la has cagado, Lawrence- dijo una voz masculina desde el asiento de atrás-, en serio, la has cagado a base de bien- y escuchó el chasquido de un arma amartillada.
 -¿Cómo has…?- se le hizo un nudo en la garganta y le costó respirar.
 - Conduce- respondió sin más-, y te recomiendo que no intentes nada raro, no he venido solo- rió-. Dios mío, Lawrence, ¿cómo se te ha ocurrido semejante locura? En serio, ¿dejar al viejo Frank y a su gorila solos?, pareces nuevo. Ah, por cierto, señorita, yo llevaré el maletín si no le importa.
 - Deja que ella se vaya, Max.
 - Debiste haberlo pensado antes, ¿no te parece?- respondió-. Venga, en marcha, aún queda mucha noche por delante y ponte algo en esa herida, vas a dejarlo todo perdido.

martes, 13 de marzo de 2012

Basureros


– Ya verás cómo los Crushers les dan una buena paliza a tus Murderers mañana por la noche – dijo uno de los hombres mientras tiraba con visible trabajo del contenedor, enganchándolo en la pinza del camión.
– Eso es lo que os gustaría, ¿verdad?– respondió el otro con sorna, ajustándose las gafas protectoras y la máscara –. Creo que Carl me ha vuelto a cambiar el bozal, este me queda pequeño y se me está clavando en la cara – protestó, apretando el botón que activaba el mecanismo de recogida. El contenedor se elevó por los aires hasta una abertura en la parte superior del camión, volcando su contenido con un sonido seco y pesado.
– Pues no es buena noche para que te lo quites, en la tele han dicho que hoy el tiempo de exposición al aire no debe superar los cinco minutos – le advirtió, acercándose a él para ayudarle –. A ver, estate quieto, no puedes romper el cierre que no llevamos respuestos en el camión.
–¿Cómo que no?– protestó –, ¿qué ha pasado con los de emergencia?
– La empresa ha hecho recortes otra vez – observó el otro –, dicen que no se pueden permitir tener bozales, ni mangas, ni nada de nada, así que ahora tenemos que llevar cuidado con lo que hacemos. Ya está, a ver si ahora te va mejor. Pensaba que tú, como enlace sindical, sabrías todo eso.
–¿Qué voy a saber?– dijo, moviendo la máscara a un lado y a otro –. Sí, me hace menos daño, gracias. Hace años que las empresas no nos consultan ni nos mandan nada, hacen lo que quieren y punto, ya ni siquiera nos avisan cuando convocan una reunión del comité. Cero.
– Ya, bueno, Ben, no hace falta que me des la charla, ¿eh?, era sólo una observación­- y tiró de otro contenedor.
–¿Charla, qué charla, Terry?, sólo te estaba diciendo lo que hay­– se apresuró a echarle una mano, tirando ambos con fuerza.
– Todos... sabemos cómo sois... los sindicalistas- jadeó por el esfuerzo–. Si no se os para a tiempo os ponéis a berrear tonterías que no llevan a ninguna parte. Este sí que estaba lleno, ¿verdad?
– Ya empezamos con las tonterías de siempre– suspiró, empañando las gafas un instante-. Si los sindicatos no hacemos nada, por que no hacemos nada, si hacemos algo, podíamos hacer más, ¿pero a que ninguno de vosotros firmó la petición para extender las vaciones?
– Venga ya, ¡es que eso no lo van a aceptar nunca!– exclamó, agitando la cabeza–. Dos semanas de vaciones al año..., seguro que estábais colocados de MDMA cuando se os ocurrió, viendo el mundo de color de rosa y acariciando ositos de peluche. ¡Oh!, mira tú...
Ben se giró para ver lo que le señala su compañero. Por la carretera vieron aparecer un largo coche negro, engalanado con grandes coronas de flores artificales en los flancos, seguido por varios más, formando una lenta procesión motorizada. Dentro del primero, conducido por un hombre de rostro taciturno, llegaron a adivinar una caja de polímero termoplástico que imitaba a la madera; en los demás viajaban personas trajeadas protegidas por el interior estanco y autorenovado de los vehículos.
– Cuanto lujo – dijo Terry –, algún día espero tener lo suficiente para que a mí también me paseen.
–¿Quieres que te entierren?– preguntó incrédulo–, no sabía yo que apuntabas tan alto.
– Hombre, sobre todo es por la pompa del funeral y todo eso, ¿no?– contestó, golpeando el mando de la pinza–. Ya sabes, tus amigos y familiares llorándote, una capilla ardiente, un cura leyendo la Biblia para darte el último adiós, lo que te digo, todo un lujo.
–¡Eh, vosotros!– ladró con voz metálica el altavoz que había detrás del camión para comunicarse con el conductor–, que es para hoy, aún nos queda toda la ruta por hacer.
– Venga ya, Cliff, no te pongas pesado– sonrió Ben–, tenemos toda la noche por delante.
– Como nos vuelvan a echar la bronca en la central ya veréis lo pesado que me voy a poner– amenazó, cortando el canal.
– Éste debe creer que nos van a pagar más acabemos o no la ronda- se burló Terry, echando la mano al tercer contenedor.
– Seguramente..., ¡eh, eh, ustedes!– le gritó a dos hombres que se acercaban desde los portales cercanos, cargando una gran bolsa entre los brazos– , ¿a dónde creen que van con eso?
– Pues a tirarlo, claro, además, ya que están ustedes aquí se lo pueden llevar ahora mismo.
– De eso nada, el horario de depósito es de ocho de la mañana a doce de la noche, así que ya se están yendo por donde han venido.
– Pero hombre, comprenda que es una urgencia– dijo uno de ellos–. Si por nosotros fuera, lo dejaríamos a otra hora, ¿tanto les molesta?
–¿Tanto les molesta a ustedes dejarlo en casa hasta mañana?– se acercó Terry
–¿Y dónde?– preguntó el otro hombre–, si no tenemos sitio para...
– Pues en la cama, en la bañera o qué se yo, ese no es problema nuestro, caballero– respondió Ben, enfadado–. Pero si insisten, llamamos a la policía y se entienden con ellos, que nosotros aún tenemos mucho trabajo por delante, ¿les parece?
– Bueno, hombre, no hace falta ponerse así, ya nos vamos– miró a su acompañante y le hizo un gesto con la cabeza. Se dieron la vuelta y empezaron a caminar hacia el edificio.
– Hay que joderse, ¿te das cuenta?– carraspeó Ben, colocando los puños en las caderas.
– Ya nadie tiene respeto por el trabajo ajeno y menos por el nuestro– asintió Terry.
–¡Basureros, hijos de puta!– gritaron.
–¡Ven aquí si tienes cojones, pedazo de mierda!– gritó Ben, acercándose al portal a grandes zancadas, metiendo la mano enguantada dentro de uno de los bolsillos del mono, como si buscase algo.
–¡Déjalo, hombre!– le paró su compañero–, ¿no te llegó con la pelea de ayer?
–¡Ven, cabronazo, ven que te voy a romper el bozal y dejarte aquí fuera para que te airees!– siguió gritando.
–¡Vamos, joder, que como sea él el que te lo rompa a ti a ver qué te pones en la cara!
–¡Está bien!– dijo, desenbarazándose de los brazos de Terry–, pero te juro que como vuelva a verle, se va a acordar de mi.
–¿Pero qué dices?, si no lo vas a reconocer– empezó a reír.
– También tienes razón– rió a su vez, entrecortándose sus carcajadas por una violenta tos–. Madre mía..., estos cambios en la saturación me matan.
– A ti y a todos – chistó el otro–, mi padre, por ejemplo, falleció esta semana, así, de repente.
– Oh, vaya, lo siento mucho, ¿qué edad tenía?
– Ya le llegaba, cincuenta y cinco años, todo un currante, sí señor- contestó, ocupando su lugar en una de las plataformas al lado de la compactadora–. Cáncer de pulmón con metástasis en el hígado y el páncreas, ya sabes, lo de siempre.
– Menuda mierda– murmuró Ben, agarrándose a la otra abrazadera.
– Sí...– dijo Terry encogiéndose de hombros–, lo tuvimos un par de días en casa para que la familia pudiese verlo y eso, pero bueno, si mi hijo me ha hecho caso, ya debería estar en el contenedor para que lo recojan hoy.
El conductor miró por el retrovisor y los vió preparados. Gruñó y pensó en ponerles las pilas otra vez a aquellos vagos por el tiempo que habían perdido en la parada, pero se dijo que no valía la pena. Arrancó camino de la siguiente manzana y dio gracias de que su ruta no incluyera ninguna prisión.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Parábola del caminante

Cierto día, un caminante paseaba por un camino. El hombre se detuvo frente a otro que trabajaba laboriosamente cortando madera.
 - Buenos días- dijo desde el sendero.
 - Buenos días- respondió el otro sin pararse.
 -¿Qué es lo que está haciendo, buen hombre?- preguntó.
 - Estoy cortando troncos para construirme una casa en la que vivir- respondió orgulloso.
 - Estupendo, estupendo, entonces no le entretengo más, que tenga un buen día- y el caminante siguió su camino.

 Con el paso del tiempo, el caminante vio cómo la casa tomaba forma poco a poco hasta que finalmente estuvo acabada. Varios días después, el caminante encontró de nuevo al hombre trabajando, esta vez cavando cerca de la casa.
 - Buenos días- saludó sonriente.
 - Buenos días- contestó el otro.
 -¿Qué es lo que está haciendo esta vez, buen hombre?
 - Oh, pues, cavo un pozo que me provea de agua- dijo.
 - Estupendo, estupendo, entonces no le entretengo más, que tenga un buen día- y el caminante siguió su camino.

 Los días se convirtieron en semanas y el caminante pudo ver cómo el pozo iba tomando forma poco a poco hasta que estuvo terminado. Entonces, cuando ya habían pasado varios meses y el caminante observaba el tejado de la casa y las curvas del pozo como un elemento más del paisaje, encontró al hombre clavando unas estacas alrededor de ambos.
 - Buenos días- dijo sin salir del camino.
 - Buenos días- respondió mientras seguía golpeando.
 -¿Qué es lo que está haciendo, buen hombre?
 - Ahora que he acabado la casa y cavado el pozo voy a levantar una cerca.
 -¿Para qué?- inquirió, extrañado.
 - Para que todo el mundo sepa que lo que hay tras ella es mío y que esta es mi casa- contestó sin más.
 -¿Y por qué no construye también una jaula de cristal para encerrar el aire?
 -¿Cómo dice?- preguntó, deteniendo el martillo para mirarle.
 - Así como levanta una cerca en la tierra, así como excava un pozo para el agua que corre bajo nuestros pies, ¿por qué no encerrar el aire que pasa alrededor de su casa?
 - Pero..., eso es imposible, señor.
 - Pero si fuese posible, ¿lo haría?
 - Pues no..., supongo que no, señor.
 -¿Y por qué no?
 - Por que el aire no tiene dueño, claro, sería una locura intentar encerrarlo.
 -¿Y la tierra y el agua sí lo tienen?- preguntó una vez más-, ¿por qué, por que podemos acotar la primera y almacenar la segunda?
 - No lo sé, señor- dijo, un tanto confundido por las palabras del extraño.
 -¿Sabe lo que pasaría si pudiese ponerle cerrojos al aire?, que puede que usted no lo hiciese, pero alguien lo haría y se ahogaría en su propia avaricia- concluyó el caminante con severidad-. He visto cómo en estos meses cortaba los árboles que había al borde del camino para edificar su casa y nada he dicho porque es justo que un hombre tenga un techo bajo el que vivir. También he visto cómo cavaba su pozo y empleaba piedras de los alrededores para levantarlo y tampoco he dicho nada porque un hombre debe poder calmar su sed. Mas, ahora pretende construir una valla para que nadie pueda pisar lo que nunca fue de nadie si usted no lo quiere, ¿qué sería de usted y de su valla si yo ahora cercara este camino que recorro todos los días y le impidiese ir por él?
 - Que iría por los bosques o las colinas, claro- sonrió.
 - Los bosques también tienen dueños, y los prados y las colinas. Las montañas, los ríos y los mares y los cielos, todos tienen un dueño, celosos guardianes de sus propiedades. Dígame, ¿qué es lo que haría entonces usted con su cerca?
 - En ese caso, no lo sé...
 - Lo único que habría conseguido es darles la razón- dijo apenado-. Con sus cercas, con el mío y el suyo, finalmente todo acabaría teniendo dueño. El aire, la luz del Sol, los pájaros, los peces... todo sería de alguien. Si alguna vez llega ese día, aquel que tenga un pozo será un tirano en tiempos de sequía, quien posea animales dejará que otros pasen hambre si no pueden darle lo que les pida a cambio- suspiró y siguió andando, seguido por la mirada del hombre-. Usted, con su cerca, no hace más que convercerme de que, al final, habremos acumulado tanto rencor y envidia hacia nosotros mismos que nos haremos seres mezquinos, criaturas viles a las que les dará lo mismo los padecimientos del prójimo y, por mucho que suceda después, ya no sabremos vivir de otra forma.
 El caminante desapareció tras una vuelta del camino. El hombre se quedó pensativo durante largas horas, mirando las estacas que ya había clavado. Entró en la casa y salió con una azada, decidiendo que lo mejor sería aprovechar parte del trabajo hecho para empezar un pequeño huerto.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Diciembre

 Diciembre era el nombre con el que el viejo Julio Sol, un tipo singular con un sentido del humor algo peculiar como podréis comprobar, había bautizado su villa.
 A lo largo de su dilatada vida (algunos comentan que si fuese cierto todo lo que cuenta debería de tener más de cien años, rumor que se hizo tan fuerte que los vecinos llegaron a tachar de falso el certificado de nacimiento que el Tomás, que tiene un hijo juez que trabaja en la capital, trajo a la taberna para que todos supiésemos la verdad) trabajó, siempre según él, de todo: agricultor, leñador, nada más y nada menos que en el Amazonas, herrero, "cuando ver un coche era más raro que un billete de cien pesetas", jardinero, camionero, "hace poco", carnicero, mayordomo... y la lista continúa, tan variada que parece la de un personaje de ficción y tan larga que aburre.
 El viejo Julio (tan viejo que a veces insistía, sobre todo cuando ya llevaba unas cuantas copas de vino, en que era tan viejo que le llamásemos Agosto) era todo un esperpento: calvo como un buitre salvo por el reguero de pelos que le crecían de sien a sien y le caían por la nuca como una cortina apolillada. Unas orejas grandes, oscuras y sobre todo velludas le salían a ambos lados de la cabeza, rivalizando con la obra faraónica que era su nariz, sosteniendo entre las tres unas gafas de pasta marrón y cristales gruesos. Sus ojos azul cielo, enormes y siempre abiertos que más parecían los de un búho, o los de un topo si se quitaba los lentes, miraban con viveza debajo de las techumbres blancas que tenía por cejas. Desdentado, con los labios hundidos y las mejillas chupadas, bien parecía que podría sacar chapas con la mandíbula o arar surcos con el mentón.
 Cuando llegó al pueblo, hace ya diez años, fue directamente al ayuntamiento, mantuvo una entrevista de tres horas con el Gregorio, el alcalde, naturalmente, salieron los dos charlando muy animados y fumando puros de los que guarda el Gregorio para cuando le visitan personajes de la clase política y otros de su misma ralea, y se metieron en casa de Ángel, el notario. Poco después, Julio ya era dueño de la villa que nosotros llamábamos del Patapalo, otro insigne vecino, casi una leyenda, igualmente peculiar que había fallecido varios años antes, y de las tierras de la colina que la rodean, ya que, al haber muerto sin herederos, su patrimonio había pasado a manos de los lobos y estos no tuvieron ningún problema en venderlo.
 Las viejas, especialmente Rosinda y Carmen que no tienen otra cosa que hacer en todo el día que darle a la sinhueso, no daban a basto. Surgieron más rumores de aquellas dos bocas en una semana que noticias en los periódicos en todo el año. Por supuesto, que el aludido no saliese de su recién estrenada casa en varios días no hacía más que suscitar la curiosidad y activar la imaginación de las mentes ociosas del pueblo. Que había pagado el inmueble, las fincas y los emolumentos de Ángel a tocateja era casi seguro, pero las teorías a cerca de la procedencia de ese dinero fueron de lo más variopintas (se llegó al extremo de fantasear con tesoros enterrados, no digo más).
 Mientras los vecinos hablaban, pasaron los días y tres camiones de mudanzas atravesaron el pueblo y se pararon delante de la casa del Patapalo. La de bultos que vimos salir de aquellos camiones, cajas y cajas de cartón, muebles de varios estilos y épocas, sin duda antigüedades, un piano... Aquello fue como una bomba. Pobre Julio, debieron zumbarle tanto los oídos que no sé si dormiría esa noche. Su encierro, lo misterioso de su comportamiento, si es que tiene algo de misterio, y semejante despliegue de medios alarmaron de tal modo a la vecindad que cuando tanto Gregorio como Sebastián, el párroco, estuvieron hasta las narices de escuchar tonterías fueron a verle, con una buena comitiva de bastones y dentaduras postizas detrás, y le citaron a darse a conocer en la plaza mayor durante las fiestas de la vendimia que ya estaban próximas. Aceptó y de que buen agrado, sin sorprenderse ni lo más mínimo por el nutrido grupo de personas que se agolpaban en su porche.
 La noche de la fiesta todo era expectación. La gente no dejaba de murmurar, los menos combatían los nervios bailando y los más comiendo y bebiendo. Los jóvenes, que llevábamos esperando a las fiestas para reencontrarnos con viejos amoríos a los que el trabajo, convenientemente, no nos dejaba ver el resto del año no podíamos hacer nada sin que los ojos vigilantes de los viejos nos censuraran, como si no entendiéramos la gravedad de lo que estaba por suceder. Las horas pasaban y poco a poco la fiesta fue tomando sus derroteros habituales, ya que se pensaba que el extraño vecino no iba a acudir a la cita.
 Al dar las doce en punto, alguien soltó una risa que más parecía un trueno y nos giramos. Nunca olvidaré el silencio con el que se anunció la aparición de Julio en la plaza. Sonriendo de oreja a oreja, con aire augusto y triunfal, no se le había ocurrido otra cosa para presentarse ante un pueblo que le era más bien hostil que cubierto con una toga, atada al modo de los romanos o los griegos, que dejaba al descubierto un pecho esquelético sembrado de pelos blancos y unas piernas flacuchas como alambres, una corona de laurel en la cabeza y un tirso, con piña y todo, en la mano. Ante el asombro general, Julio se fue acercando a uno de los bancos del centro de la plaza, saludando a un lado y a otro como si conociese a todo el mundo. Raúl, el pianista de la orquesta y reconocido bromista, se recuperó de la impresión, se hizo al teclado y se puso a tocar la Marcha Triunfal de Aída. El viejo Sol, lejos de sentirse intimidado por la burla musical, se puso la mano en el pecho, levantó la cabeza hasta que casi se pudo oír el chasquido de los huesos, y midió el paso a las notas hasta que, con el último compás, tomó asiento. Todo un espectáculo. No sé quién empezó a reírse primero, pero viendo toda aquella escena la risa se hizo incontrolable y acabamos todos riendo. Ciertamente no nos reíamos de él, si no con él, digno sucesor de las costumbres del Patapalo como contaban los más veteranos. Según fue avanzando la fiesta descubrimos dos cosas, la primera, que iba así vestido en honor a Dioniso, "que por algo es el dios del vino", y la segunda, para nuestra desgracia, que mientras Julio tuviese fuerzas para estar en la plaza no nos quedaba más remedio que ver como bailaba con todas las chicas, jóvenes y maduras, casadas, solteras o viudas, a las que pudiese echar mano como si de un auténtico sátiro se tratase. Lo cierto era que se había ganado al pueblo entero.
 Con el tiempo fuimos viéndolo cada vez más por la calle, paseando siempre meditabundo, como si le preocupase algo, con los ojos clavados en el suelo y las manos a la espalda, mirando de cuando al cielo y calándose la boina en un gesto que sólo se podía interpretar como una reprimenda a su curiosidad. Más tarde paseaba con los perros que la Jacinta, la esposa de Juanma, el carnicero, no había podido regalar, llevándoselos minutos antes de que los subiesen al coche para llevarlos a la perrera. Nos acostumbramos entonces a escuchar sus gritos llamando por Otoño e Invierno, cosa que le resultaba muy divertida desde que empezaba hasta que acababa el verano y que usaba para tomarnos el pelo a los demás durante las mencionadas estaciones, de modo que no sabías si estaba hablando de los perros o del tiempo (nunca supimos por qué le gustaban tanto los chistes sobre los meses y las estaciones).
 Se hizo asiduo visitante de la casa de Francisco, la única taberna del pueblo, "la única que tiene un vino que me gusta", y allí se le podía encontrar casi todas las tardes dando buena cuenta del queso curado que elaboraba el propio Francisco y de las raciones de callos todos los domingos, a las que no faltaba por nada del mundo. En más de una ocasión usó esta costumbre como disculpa ante las gentes más practicantes del pueblo para explicar que "no puedo ir a misa mientras la mujer de este buen hombre me tiene preparado semejante manjar".
 El viejo Julio era, sin duda, un derroche de simpatía, sabiduría y experiencia a partes iguales. Pero con la llegada del invierno todo cambiaba, se le veía taciturno, ensimismado, casi dejaba de hablar y la sonrisa con la que habitualmente te recibía se apagaba en una leve mueca que casi daba pena. Estos síntomas se agravaban cuando se abrían las puertas de Diciembre, el único mes del año durante el que a penas sí salía, a veces parecía que sólo lo hacía para darle el gusto a los perros de coincidir con sus congéneres. Tenía no obstante una costumbre que tampoco variaba en esta época del año: entraba en la taberna, ocupaba una mesa que había en la esquina más alejada de la puerta y pedía una botella de vino con dos vasos. La primera vez que lo vimos nos pareció otra de sus particularidades, pero era ésta la única en verdad perturbadora. Se sentaba durante horas, rellenando su vaso sin tocar el otro que siempre ponía vacío delante de él, bebiendo hasta que dejaba la botella a la mitad, después se levantaba, pagaba y echando una última mirada a la mesa, se iba sin decir nada. Hubo un día en el que el Sebastián, después de salir de misa, entró y se lo encontró en esa postura, le preguntó primero a Francisco pero, claro, nada sabía, solamente pudo decirle que era costumbre suya hacerlo siempre por aquellos días, así que, extrañado, se acercó a la mesa y le preguntó qué era lo que le pasaba. Yo tuve la fortuna de estar lo suficientemente cerca para escuchar lo que el viejo Julio Sol, aquel 8 de Diciembre, le dijo al cura: "He vivido una vida larga... he vivido más de lo que yo nunca pensé que fuera a vivir y, en consecuencia, cada día lo viví como mejor supe y nunca he tenido una forma mejor de aprovechar el poco tiempo que me quedaba que amar. La mayoría viven pensando que el tiempo que tienen es infinito y lo malgastan como si no valiese nada, lo tiran acumulando riquezas para pasar su inmortalidad, lo tiran luchando por un poder que parece diseñado para arrebatarle el tiempo a otros, lo tiran envidiando, odiando y destruyendo las vidas inmortales de los demás de una u otra manera. Yo lo gasté amando. Amé a muchas mujeres y a muchos hombres, los amé durante años o sólo durante los minutos que estuvieron ante mis ojos, a algunos en carne, a otros en espíritu y a menos de los que me habría gustado en ambas. Amé canciones, libros, casas, calles, voces, brisas, sabores... Amé a mi padre y a mi madre, aunque me lo pusieron difícil, a mis hermanos, a mi esposa y mis hijos. Me amé también y a mis temores, dudas y recelos. Hoy es mi cumpleaños, Sebastián, y lo celebro con todos aquellos a los que en esta vida he amado y ya no están y con aquellos que están pero a los que ya no puedo llegar." Fue la primera y creo que última vez que Sebastián se quedó sin habla. Aquellas palabras causaron una profunda impresión en todos los que pudimos escucharlas y, aquella noche, todos lloramos con Julio cuando se fue.
 Hoy, otro 8 de Diciembre, me gustaría alzar una copa de vino y brindar por todos aquellos a los que hemos amado y ya no están y por aquellos a los que ya no podemos llegar como habría hecho el viejo Sol ya que, como bien dijo, nuestro tiempo aquí acaba agotándose y hoy hay una botella y dos vasos vacíos sobre una mesa a la que nadie se va sentar.
 ¡Salud!

domingo, 9 de octubre de 2011

Cuestión de lógica

 Es una mera cuestión de lógica, aún para las mentes más impermeables. El hecho de que en un bar haya una botella rota al lado de una roja brecha en la cabeza de algún individuo con cristales clavados en la piel, posiblemente, y digo sólo que posiblemente, relacione ambos factores en una ecuación lógica y razonable de muy sencillo cálculo.
 Con esta innegable victoria del pensamiento racional bien presente, cuando encontré a mi esposa semidesnuda y jadeante en la cama, y a un hombre sacándose con cuidado un preservativo en el baño de nuestro cuarto, no me quedó más opción que pensar que se habían dado un homenaje en el lecho que habitualmente me gustaba usar para dormir y que, atando cabos, aquel tropezón con el dintel de la puerta no me lo había dado con el hombro, sino con los largos, preciosos y vergonzantes cuernos de reno que me había puesto la santa, y ahora más bien puta, de mi mujer.
 He tenido mucho tiempo para recapacitar desde aquel día y puede que mi reacción entonces no fuese la más correcta o civilizada, pero es que, viendo aquella escena, los tres congelados como en una foto, con sus expresiones de asombro y luego vergüenza con las que se burlaban de los años que llevaba sacrificando mi vida, trabajo y resultante dinero para sacar adelante mi matrimonio, pues supongo que me enfadé de verdad.
 A día de hoy todavía no sé de dónde pude sacar las fuerzas para agarrar a aquel indeseable de las pelotas, arrastrarlo hasta la cama, sacar al Cristo de acero que teníamos en la cabecera, testigo mudo de aquel agravio contra todo lo bueno que creía haber dado y recibido, y hundírselo en la boca, tirándole varios dientes en el proceso por que aún se resistía, hasta que el pico de metal en el que remataba el travesaño principal de la cruz le salió por la nuca. Lo que sí supe, sé y sabré es que ver la sangre de aquel cabrón tiñendo rápidamente las sábanas es la visión más placentera que he tenido ocasión de presenciar, palabra.
 Mi esposa, hasta entonces estupefacta, despertó de repente cuando el calor de su amante le salpicó rojo, y no blanco como era lo habitual durante sus visitas, en la cara. Se puso a gritar como una loca, perdió completamente los papeles, cosa que no debería hacer una mujer madura como ella, y yo, que ya había tenido mi ración recomendada de chillidos castrati al coger al cabrón por uno, sino el más, de los apéndices sensibles de la anatomía masculina, me dejé llevar por el desprecio que su mera presencia me provocaba. Abrí el cajón de mi mesilla, cogí unos calcetines y se los metí hasta la garganta, provocándole arcadas. Después, mientras estaba encima de ella, fui envolviéndola con la ropa de cama y allí la dejé, bien atada y mejor amordazada al lado del otro.
 Al verla en aquella situación, llorando, babeándose, con el cadáver del amante mirando al techo con el Cristo aún clavado como si fuese el propio monte Gólgota, me invadió un cansancio indescriptible. Me senté a los pies de la cama, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en lo que debía hacer a continuación. Para ahorrar más detalles escabrosos y, la verdad, que poco recuerdo del maremágnum de ideas que me rondaba por la cabeza, diré que acabé el cigarrillo y la solución vino sola.
 Abrí el armario y cogí sábanas limpias. Fui a la cocina y busqué la cinta de carrocero. Me cargué el cuerpo del tipo al hombro y me lo llevé de vuelta al baño, allí le extraje el Cristo, lavé la sangre lo mejor que pude, taponé la herida para que dejase de sangrar y lo amortajé con las sábanas y la cinta. Aprovechando que la tenía a mano y así asegurarme de no llevarme sorpresas, me preocupé de fijarle los calcetines a mi mujer a la boca con la cinta, de modo que no pudiese escupirlos y gritar.
 Ya tenía la mitad del trabajo hecho, lo que quedaba era relativamente sencillo. Antes de que todo esto estallase, trabajaba como enterrador en un cementerio no muy lejos de mi casa. Aquella misma mañana había abierto un agujero para meter el cajón de un viejo que se había muerto de un infarto y, como decidí taparlo por la tarde y volver a casa para llevar a mi mujer a comer a algún restaurante porque la notaba algo distante, conseguí dos cosas: descubrir el pastel y un lugar perfecto para hacer desaparecer el cuerpo que se ponía rígido en mi bañera.
 Sin pensármelo dos veces, recogí el bulto que era ahora el malnacido que se tiraba a mi mujer, me acerqué a ella para darle un beso en la frente y decirle que ya hablaríamos cuando volviese y me fui, atrancando primero la puerta de la habitación y cerrando la de la calle con llave, llevándome todas las copias de las mismas. Creo que fue el viaje de cinco pisos en ascensor más largo de mi vida, pero no me vio nadie, suerte que nuestro bloque tenía garaje subterráneo. Cargué al muerto en el maletero y conduje tranquilamente hacia el cementerio. Por desgracia, un gilipollas se había saltado un semáforo en rojo en un cruce y otro gilipollas que le iba a la zaga provocaron un accidente en el que se vieron implicados doce vehículos causando, como luego supe por los periódicos, tres muertos y varios heridos. Aquel contratiempo convertiría un breve paseo de diez minutos en una agonía que se prolongó durante una hora. No importa, pensé.
 Llegué al cementerio y acerqué el coche a la tumba, pero a nadie de los que venían a reverenciar a sus muertos le extrañó por que solíamos llevar así las herramientas. Cuando no había nadie mirando, saqué al desgraciado del maletero y lo tiré sin contemplaciones al agujero. Creo que le escupí. Cogí la pala y cubrí de tierra a los dos, al viejo y al hijo de puta que me los había puesto.
 Satisfecho conmigo mismo conduje de vuelta a casa. Como se había producido aquel choque y no me apetecía volver a tardar tanto, di un pequeño rodeo. Cuando llegué, la puerta de la calle seguía cerrada, naturalmente, y también la de la habitación, pero mi mujer no estaba en la cama. La ventana de nuestro dormitorio estaba abierta y daba a un estrecho patio de luces, pero vivíamos en un quinto piso. Alarmado, corrí a la ventana y me asomé temiendo ver el cuerpo destrozado e mi mujer contra el patio del primer piso. En parte aliviado, en lugar de aquella imagen vi una tabla apoyada contra el alféizar de la ventana del vecino de al lado. La muy cabrona se había desatado, pedido auxilio y aún encima el capullo del vecino le había echado una mano. Seguro que también se la había tirado el muy cabrón.
 La policía me encontró poco después intentando echar abajo la puerta de la casa con un horrible galgo de acero a escala real que una tía suya nos había regalado por Navidad.
 ¿Hice bien?, no lo sé ¿Me excedí?, puede. Mi abogado dice que intentará alegar enajenación mental transitoria o algo así para que me rebajen la pena, pero no es muy optimista, dice que lo hice demasiado bien, como demasiado planeado para que el jurado se lo trague. En todo caso, espero que el juez entienda que yo nunca, nunca le habría hecho daño a mi mujer, nunca, es sólo que, cuando el hijo de puta que se está cepillando a tu mujer es, aún encima, el jefe que te ha cargado a horas extras, que no llegó a pagarme por cierto, para tener vía libre, coño, te cabreas.